El joven se acercó al anciano maestro y le manifestó su deseo de ser instruido en el conocimiento de Dios para alcanzar la perfección de la santidad.
El maestro le invitó a adentrarse con él en el río. Y cuando el agua alcanzaba un poco más arriba de la cintura, el maestro puso sus manos sobre la cabeza del aspirante y sujetándolo bien le zambulló bajo el agua.
Al poco, el joven comenzó a moverse deseando salir a respirar, pero el maestro le impedía hacerlo. Cuando ya empezaba a tragar agua mientras luchaba denodadamente por salir y respirar, el maestro le soltó y el joven salió al exterior con gran estrépito. Recuperado el aliento, se alejó un poco del maestro temeroso de que volviera a sumergirle.
-¿Qué pensabas cuando estabas ahí abajo, asfixiándote? - dijo el maestro.-Quería salir, respirar, salvarme, -contestó el joven.-Pues cuando pienses sólo en Dios, vuelve y te recibiré como discípulo.
* * *
¿Qué me mueve a obrar el bien?
Uno de los pilares que hemos de procurar en este momento de nuestro camino es el de asegurar que nuestras acciones sean realmente altruistas, es decir, que no nos mueva ningún interés sino la más absoluta gratuidad.
Somos muy ingenuos en esto de la “motivación altruista” y tendemos al autoengaño. He conocido a muchas personas que se han ofrecido a colaborar en Caritas o en otras instituciones benéficas manifestando su interés y ganas por hacer algo en favor de los demás. Aparentemente parece que el ofrecimiento responde a una motivación de puro altruismo, pero ¿hasta qué punto es así? El tiempo deja ver la realidad..
Gestos que apariencia son de buena voluntad pueden esconder motivaciones no tan altruistas. Hay quien se ofrece a trabajar como voluntario a alguna asociación benéfica para dar salida a sus ansias de notoriedad, para salir de la soledad relacionándose con otras personas, para escapar del aburrimiento, para sentirse válido o ser reconocido socialmente, etc.
¿Cómo discernir la decisión en casos así? Puedo darme cuenta de que no hay en mí una motivación altruista pura cuando me ofrezco a ayudar y me siento humillado si no se acepta mi colaboración, cuando me molesta que no se reconozca suficientemente mi aportación, cuando no acepto estar bajo las órdenes de quien lleva las actividades y quiero imponer mis criterios de actuación, etc. Al final, tras no cumplirse mis expectativas, retiro mi ofrecimiento, abandono la causa, y lo justifico echando balones fuera: "no se puede trabajar con esta gente", "los dirigentes son muy institucionales y poco comprometidos", "me estaban explotando en esa asociación benéfica", "ya no puedo aportar nada más", etc.
A la hora de trabajar mi interioridad sobre todo en la meditación, debo estar en constante alerta para cultivar una motivación altruista pura. Porque puede ser que medite, reciba formación, practique técnicas de silencio, quietud y autoayuda, etc., creyendo que lo hago por altruismo, para ser mejor persona y ayudar a los demás a serlo. Pero tal vez mi motivación última no sea más que presunción o egoísmo puro y duro. No quiero ayudar a los demás sino destacar entre ellos, no busco el bien de la humanidad sino el mío propio, no tengo en mente ayudar a otros a salir de sus sufrimientos sino ante todo salir del mío. Estas motivaciones son muy sutiles, pero suelen estar en el fondo del corazón, y así no hay manera de desarrollar la capacidad de amor de la que dispongo, el amor que soy.
Es fácil que al iniciarte en la meditación sientas que te estás despreocupando de los que te rodean. Y te justificas diciendo: "mi compromiso por un mundo mejor empieza por mí mismo", "el amor a otros comienza por uno mismo", o "siendo compasivo conmigo mismo estoy compadeciéndome de la humanidad toda". Superas así ese tic de desagrado que te producía hasta entonces la necesidad del pobre que te pide limosna o el malestar que te embarga cuando piensas que estás haciendo muy poco por alguien que reclamaba tu ayuda.
No te engañes. Es verdad que has de comenzar por ti, pero el problema viene cuando empiezas y terminas ahí. La auténtica espiritualidad no te separa de los hermanos; al contrario, sabes que progresas cuando vences el desagrado, el malestar y la pereza y respondes a la llamada del hermano; entonces sabes que has crecido en un genuino altruismo. Revísate en esto; hay quienes sólo buscan una espiritualidad y meditación que les proporcione una zona de confort nada solidaria.
Desarrolla una motivación altruista
Si eres cristiano convencido sabes lo importante que es captar la lección de altruismo que ofrece Jesús. Es lo primero que engancha de su personalidad. Todo lo hace por pura generosidad, sin mirarse a sí mismo y viviendo para otros. ¿Qué le motiva? Primero su Padre (el amor de su Padre y su amor al Padre). “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4,34), y con el amor al Padre el amor a todos, lo cual le lleva a trabajar para que “todos los hombres se salven (encuentren la felicidad) y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,3).
La motivación, el motor de empuje, la fuerza de Jesús está en su “conversión” (mirada) al Padre, referencia que vivió inseparablemente unida a su conversión a la humanidad (encarnación). Lo que anima la vida de Jesús no es otra cosa que la voluntad de Dios Padre que quiere que todos los hombres le conozcan, se conozcan a sí mismos en Él, desarrollen sus capacidades y vivan concordes con su ser esencial que es amor siendo así felices. A esta misión se consagró Jesús.
Si hacemos nuestra la misma motivación de Jesús, si encarnamos su mismo espíritu, y de verdad buscamos la perfección del mundo, la armonía de la creación, el bien de los demás, su desarrollo, su crecimiento, la felicidad de todos los seres, estamos bien encaminados. Todo lo que hacemos impulsados por ese deseo, esa aspiración o esa motivación avanzará con el viento a favor; no va a haber fricción, no va a encontrar resistencia nuestro avance espiritual. El verdadero altruismo, el que surge del corazón enamorado, no es forzado sino que fluye de un corazón que vive como suyas las inquietudes y los aciertos del prójimo. Al altruismo lo mueve el amor puro. Muy distinto de cuando se ocultan oscuros intereses particulares en nuestras motivaciones.
Por todo esto, te animo a comenzar el día o cualquier inicio de actividad, como pueden ser tus vacaciones, un proyecto que tienes entre manos, la meditación diaria, etc., plantando en tu corazón la semilla altruista de Jesús. Ayuda a tu motivación con una oración de ofrecimiento:
“Dios Padre creador, Hijo redentor, Espíritu santificador, Trinidad Santa. Ofrezco (o dedico) este día (esta meditación, esta actividad) para mayor gloria tuya, para el bien de mis hermanos y beneficio de toda la creación. Gloria a ti por siempre Señor Dios del universo”.
Acostúmbrate a desear que todas las criaturas se beneficien de tu actividad; que todo sea, como reza la máxima jesuítica, “ad maiorem Dei gloriam” (AMDG), para mayor gloria de Dios, teniendo en cuenta que “La gloria de Dios es que el hombre viva” siendo feliz. Más adelante tendremos la oportunidad de profundizar en la segunda parte de esta sentencia de san Ireneo: “Y la vida del hombre consiste en la visión de Dios”.
Cuando empieces tu meditación-oración ten claro por qué la haces. Si en ella no recibes consuelo (experiencias gratificantes), ¿te vas a desanimar por ello?. Tú no meditas para engordar tu ego; lo haces porque quieres el bien de la humanidad; el valor de la oración no está en sus frutos sino en ella misma. El mismo acto de orar tiene su valor cuando se realiza por puro altruismo. Y cuando permaneces fiel a la meditación en tiempos de sequedad espiritual puedes decir que estás madurando tu espíritu de gratuidad. Aquí encuentra sentido la historia que abre este escrito: "cuando pienses sólo en Dios, vuelve. Serás bien acogido como discípulo".
Para finalizar pregúntate: ¿qué es lo que motiva tus acciones? Si quieres mejorar en tu vida espiritual es conveniente que comiences por asentar tu propósito en la solidez de una motivación que sea de absoluta generosidad.
Enero 2024
Casto Acedo
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