"Quien no falta en el hablar es un hombre perfecto, capaz de controlar también todo su cuerpo. A los caballos les metemos el freno en la boca para que ellos nos obedezcan, y así dirigimos a todo el animal. Fijaos también que los barcos, siendo tan grandes e impulsados por vientos tan recios, se dirigen con un timón pequeñísimo por donde el piloto quiere navegar. Lo mismo pasa con la lengua: es un órgano pequeño, pero alardea de grandezas.Mirad, una chispa insignificante puede incendiar todo un bosque. También la lengua es fuego, un mundo de iniquidad; entre nuestros miembros, la lengua es la que contamina a la persona entera y va quemando el curso de la existencia, pero ella es quemada, a su vez, por la gehenna. Pues toda clase de fieras y pájaros, de reptiles y bestias marinas pueden ser domadas y de hecho lo han sido por el hombre. En cambio, la lengua nadie puede domarla, es un mal inalcanzable cargado de veneno mortal. Con ella bendecimos al Señor y Padre, con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios. De la misma boca sale bendición y maldición. Eso no puede ser así, hermanos míos. ¿Acaso da una fuente agua dulce y amarga por el mismo caño? ¿Es que puede una higuera, hermanos míos, dar aceitunas o una parra higos? Pues tampoco un manantial salobre puede dar agua dulce". (Sant 3, 2-12).
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“Malas
palabras no salgan de tu boca”
Nadie puede estar comprometido en la
tarea de practicar el amor compasivo si su lengua gusta de herir a
otros. En mayor o menor dosis todos estamos inclinados por nuestra condición
pecadora a ser crueles, a veces no nos
atrevemos a serlo con los hechos, pero con las palabras nos es más fácil degradar y
herir a otras personas, ya sea directamente o indirectamente comentando por detrás.
La falta en esto no sólo es cuestión de palabras. Más importante que las palabras es a veces el tono que empleamos en ellas, y aún más nuestros gestos corporales; especialmente los faciales, la cara y la mirada. Comunicamos con todo ello. Sabemos que a veces verbalmente se dicen cosas aparentemente inocentes, pero el tono irónico o de desprecio las cargan de crueldad.
Prestemos atención a todo esto,
porque los demás suelen ser más inteligentes de lo que pensamos y no se fijan
solo en lo que decimos sino que saben leer el tono, la mirada, el gesto, la
circunstancia en que comunicamos algo.
Por muy diplomáticos que seamos las personas con quienes compartimos
algo son capaces de percibir la intención de fondo con mayor o menor grado según
su sensibilidad.
Por tanto, en este tema no pretendemos
dar una lección acerca del uso de un vocabulario correcto, aunque es importante ya que las palabras tienen su peso propio, sino quer queremos educarnos espiritualmente de
tal modo que no haya dentro de nosotros sensación alguna de querer rebajar a alguien,
molestarle o presionarle con nuestras palabras. Tarea no fácil, tal como
podemos deducir del texto de la carta de Santiago que introduce nuestro tema.
El apóstol en su carta da mucho que pensar. Sus afirmaciones son determinantes: el bien hablar deja ver la perfección espiritual; domar la lengua es como controlar el timón de la barca de la vida; una mala palabra puede incendiarlo todo generando división y guerra; una lengua descarriada es un veneno mortal; del mismo modo que una fuente no puede dar agua dulce y amarga, una boca que maldice echando veneno en sus palabras no puede bendecir; “de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6,45); no se puede dar lo que no se tiene, como de “un manantial salobre no se espera agua dulce”; un corazón duro reparte palabras duras, por mucho que intente disimularlo terminará por sacar lo que tiene dentro; y si no hay bondad y compasión no las podrá dar.
Que tus palabras
sean una caricia
También san Pablo aconseja el control de la
lengua: “Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno,
constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen” (Ef 4,29). Procura,
por tanto, no recriminar a nadie; que tus palabras sean una caricia. Para ello
lo primero que has de hacer es suavizar tu interioridad. Y esta labor has de
comenzarla cuidando de no recriminarte a ti mismo de forma devastadora.
A menudo somos duros con
los demás porque somos duros con nosotros mismos. Nos exigimos una perfección
inalcanzable y nos volvemos contra nosotros al no lograr nuestro objetivo. Al
vernos frustrados nos volvemos contra los demás, como si fueran la causa de nuestra
desdicha. ¡Olvídate de perfecciones! Mírate con humildad. Nadie es perfecto, sólo Dios lo es (cf Lc 18,19). “La
lengua -dice la carta de Santiago- nadie puede domarla”, y no es una invitación a dejarla a su libre albedrío, sino una manera de poner ante ti la necesidad de trabajar el silencio
necesario para que el Espíritu de Dios tome las riendas de tu boca.
Por tanto, no seas duro contigo mismo; pero sé transparente. Cuando tu conducta sea dañina reconoce que un mal espíritu te domina; pero no identifiques esa conducta con tu ser; no digas “mi conducta fue dañina, luego yo soy malo”. No te identifiques con el mal que practicas; si lo haces te quedas atrapado en la idea de que eres malo, que no puedes, que es imposible salir del pozo oscuro en que vives. Tú eres bueno, porque Dios te hizo a su imagen; tus obras no son tu ser; por tanto, puedes trabajar tu lengua a fin de que sea portadora de bendiciones para ti y para tu prójimo.
Hablar con suavidad y amor es posible si lo haces desde lo más profundo de tí, desde el lugar donde habita el Espíritu en tu espíritu.
Cuidar el silencio (1)
“Quien mucho habla no
escapa al pecado, y quien frena los labios es prudente” (Prov 10,19).
¡Qué difícil es en nuestra cultura del ruido resignarse a cerrar la boca.
Cuando en una conversación animada sobreviene un espacio de silencio solemos
romperlo diciendo: ha pasado un ángel. Es una expresión que quiere sacarnos de
la situación de malestar que nos produce el agotamiento de las palabras. Da la
sensación de que ese silencio que se produce entre las personas pudiera ser
portador de un peligro. Sin embargo el peligro está más en la palabra cuando se
desborda y se pervierte. ¿No es eso lo que denuncia la carta de Santiago?
No siempre son ángeles
buenos los que circulan por nuestras palabras; también se deslizan en ellas
“demonios” como los de la ira, la soberbia,
la envidia y la maledicencia, la
mentira, el halago o la cólera, el desprecio o la indiferencia.
Desconfiamos tanto del
silencio que por eso nos las ingeniamos para llenarlo de todo tipo de ruidos,
incluido el lenguaje de la mera palabrería. ¿Por qué? Porque sentimos que el silencio alberga un
poder singular, inquietante, el de desvelarnos a nosotros mismos y a los demás
en nuestra fragilidad. Nos escondemos en fárragos de palabras, en discursos
vacuos, en juicios verbales, críticas y difamaciones que la más de las veces no
pretenden sino ocultar el miedo a entrar en lo más íntimo de uno mismo. Como el hombre y la mujer
en el Edén se taparon con hojas de parra en cuanto tomaron conciencia de su desnudez:
del corazón y del espíritu, así corremos nosotros a tapar con palabrería y ruidos la vergonzosa
deficiencia de nuestra interioridad.
El silencio,
efectivamente, nos despoja, nos “simplifica”, nos ilumina furtivamente desde el
interior y nos reconduce a sentir únicamente a nuestro aliento, y el de los demás, el de nuestros
interlocutores, a quienes la eclosión de un silencio imprevisto pone igualmente
al desnudo.
El aliento es expresión
pura de vida, signo a la vez delicado y perturbador de la presencia de un Ser
vivo; la respiración, que se manifiesta en la linde de lo material y lo
inmaterial, es el eco sutil del Aliento divino, que es su fuente. Así lo
expresa un poeta muy conocido:
Respiración oh tú,
invisible poema,
puro, incesante
intercambio
de nuestro ser y
los espacios. Contrapeso
en el que
rítmicamente me cumplo.
(R. M. Rilke,
Sonetos a Orfeo)
Dios es el aliento, la
voz de silencio que se reveló a Elías en el monte Horeb. No estaba Dios en el
viento impetuoso, ni en el terremoto; tampoco en el fuego devorador; Dios estaba en el
susurro ligero (cf 1 Re 19, 11-13). Elías estaba estresado; abrumado por los tumultos de pensamientos y miedos debido a la persecución que sufría por parte de la reina Jezabel; había mostrado un "celo
ardiente” por su Señor matando a los profetas de Baal, protegidos por la reina,
y concibe y venera a Dios como “Dios de los poderes”; y ahora no se le manifiesta en el poder sino en la delicadeza y suavidad de un susurro.
El susurro del viento desmonta la
imagen de Dios terrible que Elías había tenido hasta entonces; el silencio y caricia de la brisa le
abre a un conocimiento nuevo de Dios.
Jesús y el silencio
Jesús habló mucho. Sus
palabras las recogen los evangelios. No son palabras superficiales sino
profundas, palabras maduradas en la escucha y el
silencio de las comunidades; maduradas en un silencio orante y que han de ser escuchadas
en el mismo silencio en que fueron escritas.
Pero de Jesús más que lo que habló fué lo que
calló; de principio vive treinta años en lo oculto, escuchando, contemplando. Y en el curso de su vida pública se retiraba a lugares apartados para orar al Padre, para hacer silencio y dar a a sus oyentes la oportunidad de que las palabras que había pronunciado fueran asimiladas, para dar tiempo a que los suyos pudieran entender los secretos del
Reino de los cielos. Un pasaje en el que se muestra bien la pedagogía del
silencio que usaba Jesús, lo tenemos en el episodio de la mujer adúltera (cf Jn
8,1.11).
Cargados con palabras de
odio y de furia los maestros de la ley y los fariseos le traen a una mujer
sorprendida en flagrante adulterio. Podemos imaginar el ruido, el barullo, los
insultos y descalificaciones dirigidas hacia la adúltera; palabras que piden
sangre, gritos que claman castigo y venganza. El ambiente no es precisamente de silencio, sino de recriminación a la mujer y de reto a Jesús: “tú, que te crees justo y dices que cumples la ley, a quien tantos consideran misericordioso, ¿crees que hay que
apedrear a esta mujer según está escrito en la ley de Moisés?”.
Frente a los autoproclamados
jueces que han ido a desafiarlo, Jesús calla, se inclina, se “ausenta” frente a las
miradas que esperan sólo una palabra o un gesto de desafío para estallar en violencia. Jesús, mediante
una actitud de sosiego, de retirada, ofrece a cada uno la posibilidad de
salirse al menos un instante del rebaño de “bienpensantes” dispuestos a matar
con plena buena conciencia; y serenamente y con suavidad hace que cadea uno de los presentes se vuelvan a sí mismos y se trasnsformen en individuos responsables de sus palabras y de sus actos. Se palpa el silencio que conduce a la introspección mientras “se puso a escribir en
el suelo”. Y es el silencio provocado por su silencio el que prepara el terreno
para la sentencia que pronuncia: “Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la
primera piedra”. “Después se inclinó de nuevo y siguió escribiendo”
Las palabras de Jesús
vibran aquí “con” el silencio que las ha provocado, y “en” el
silencio que se ha deslizado entre ellos, contra su voluntad. En cuanto a la
mujer acusada y condenada de antemano y de pronto liberada, se mantiene al
final del encuentro un ambiente de silencio y de paz. “Puedes irte; no vuelvas
a pecar”.
“Ha pasado un ángel”, el
ángel del silencio, un soplo del Espíritu que lo cambia todo. El silencio es el
tiempo y el espacio que nos permite entrar dentro y serenar los ánimos, tiempo para
permitir que sea la conciencia profunda de nuestro ser la que determine
nuestras palabras. Conviene, pues, practicar el silencio meditativo, no tanto como
una disciplina ascética cuanto como un modo de entrar en el misterio de lo que
somos: paz, luz, amor, silencio. Cuando abrazamos
en el silencio el manantial secreto de nuestra alma, nuestras palabras y actos dejan
la acritud de las aguas salobres y se transforman en caricias de agua dulce.
Abísmate en el silencio y no dejes que malas palabras salgan de tu boca. Ejercitarte en esto es ya una práctica compasiva. Aprenderas el arte de acariciar con tus palabras a quienes esgtán necesitados de amor.
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Nota (1). Lo referido aquí sobre el silencio está inspirado en GERMAIN, Sylvie, Cuatro actos de presencia.
Octubre 2024
Casto Acedo