martes, 9 de septiembre de 2025

Bajando al valle


Cuando, hace ya cuatro años, iniciamos nuestro camino, hablábamos de tres grandes etapas que señalábamos como cueva, valle y cementerio. La cueva era el periodo que nos invitaba  a retirarnos para establecer distancia del mundo y recuperar o restaurar nuestra identidad con calma y silencio. Con la etapa del valle lo que pretendemos es volver a la normalidad de nuestras relaciones vitales obsevando todo lo que surge ahí fuera, sea favorable o  adverso,  y aprovechando para aprender las lecciones espirituales que podemos extraer de los hechos de la vida. 
 
El ejemplo de Jesús

Si miramos el proceso cueva-valle-cementerio en la vida de Jesús vemos que, de principio, vivió su cueva en Nazaret, donde “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres“. (Lc 10,52). Ahí fue conociendo su ser y madurando su personalidad. Hay un momento en que el evangelio de Lucas nos revela también cómo Jesús, al ritmo de su crecimiento físico, crece también en hracia y en espiritu; tenemos como referencia de ello la respuesta que dio a sus Padres en el pasaje de la visita al templo a los 12 años: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Mt. Lc 2,49). Teniendo conciencia de su ser Hijo del Padre del cielo, pero sometido a sus padres de la tierra,  Jesús va descubriendo el misterio de su persona y su misión. Es su época de cueva.

Cuando llega el momento, Jesús deja la cueva y sale al valle. Es el paso a la vida pública. Lo hace aprovechando la misión de su pariente Juan Bautista. Éste llamaba a un bautismo de conversión, de cambio de vida. Y Jesús cambia su vida, en cierto modo eremítica, para lanzarse a vivir en medio del mundo y dar ahí testimonio del amor de su Padre Dios por la humanidad (cf Mt 3).

Supo Jesús aprovechar y maximizar las oportunidades que se le ofrecieron para desarrollar en su faceta humana todos los estados positivos que el Padre quiere. Desde su propia experiencia, con su ejemplo, enseña cómo hacer de nuestra vida una misma cosa con la suya, un paso “haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el diablo” ( Hch 10,38).

Las tentaciones de Jesús en el desierto, detalladas en los evangelios sinópticos (Mt 4,1-11 y par) y que contemplaremos detenidamente en su momento, resumen la realidad de que existe el mal, que es seductor y nos tienta, pero el mismo texto muestra que también existe la esperanza de que el mal puede ser derrotado. El mal se presenta ante Jesús personificado en el diablo, que pone a prueba y somete a Jesús a un discernimiento y a una respuesta libre. Jesús hubo de luchar toda su vida con la tentación o prueba que son el poder, el prestigio y el dinero. 

 La tarea espiritual consiste en salir victoriosos de los embates del mal; y la victoria de Jesús no sólo afirma que vencer al diablo (maligno) es posible; también da pistas sobre cómo vencer: con ayuno y oración (Mc 9,28), prácticas propias del retiro en el desierto. La vida de Jesús que nos cuentan los evangelios son una fuente privilegiada para saber cómo atravesar el valle de la vida.

No debemos caer en el pesimismo que reduce nuestra existencia a un "valle de lágrimas"; el valle también es "valle de gozos"; pero hay que tener cuidado de que ni uno ni otro nos atrapen y paralicen. Veamos cómo afrontar los problemas de la vida y salir victoriosos. Con la energía aprendida en la cueva y la fuerza que dan la oración (autoconciencia de mis ser ante Dios), el ayuno (desapego de todo) y la gracia (sacramentos, vida en Cristo) mi vida será la propia de un ser “liberado” para “liberar” ( libertador)


Aceptar la realidad de fuera,
crecer por dentro.

¿Cómo superar la prueba del valle? Lo primero diciendo “no a las actitudes derrotistas”. Cuando las cosas no salen como pensábamos tendemos a la negatividad; la mayor derrota no es el fracaso de nuestros planes sino la caída en picado de nuestro ánimo. Hay que entender que los fracasos forman parte inseparable de la vida, y que tienen una función pedagógica esencial: “reconfigurarnos”, remodelarnos. Las derrotas, al desajustar la falsa visión que teníamos de la realidad y su funcionamiento (expectativas), dan la oportunidad para comenzar de nuevo reajustándonos a la realidad. Ante un fracaso podemos concluir que estamos perdidos, o bien podemos leer los hechos como una oportunidad para corregir errores. En este caso es importante cultivar el optimismo.

Así pues,  un consejo: “trabaja con los problemas, no los niegues ni los rehúyas”; el valle no es neccesariamente como crees que es (crencias) sino que tiene su propia identidad. Las cosas son como son y de momento no son de otra manera; no vale la pena insistir en no verlas, es preferible aceptar la realidad tal como es, ajustarse a ella. Me explico: hay quienes se empeñan en que todo funcione según las propias expectativas: un mundo feliz, sin problemas, en perfecta armonía; pero la realidad no es así. Nos gustaría que no hubiera nubarrones, que no oscureciera, que no cayera la lluvia en días especiales, que todo el mundo adorara mi visión de la vida; dicho en clave cristiana: nos gustaría que el Reino de los Cielos estuviera en la tierra; y en cierto modo está, pero en germen, mezclado con los reinos de este mundo. Desear que todo responda a nuestras expectativas es ridículo. Hay que dar tiempo; trabaja y trabájate con los problemas que se te presentan; están ahí para que crezcas solucionándolos.

“Cuando la vida nos trata mal  podemos sacar beneficio de ello”. Todo problema es una oportunidad de crecimiento. Para ello  partimos de considerar que una cosa son los acontecimientos externos y otra nuestra vivencia de los mismos. Tendemos a confundir ambas cosas. A nosotros nos toca trabajarnos internamente, cambiar nuestra visión para navegar en la realidad que a veces no podemos cambiar a mejor. 

La familia, las personas, los acontrecimientos concretos, las situaciones sociales, las circunstancias externas, etc., fluctuan. La vida es dura y da golpes; y en esa jungla de hechos hemos de aprender a no ir a no fluctuar con el mundo; es importante tener cada vez más maestría, más control; pedirle a Dios el poder gozar de un dominio más pleno de uno mismo. Hay dos realidades: la externa y la interna, a veces la realidad exterior nos hace sufrir; y no pocas veces hay que saber encajar el sufrimiento cediendo, perdonando, lo cual no quiere decir que con ello bendigamos lo que está mal fuera. Hay que cortar de raíz tanto el mal que me habita como el que está fuera y se manifiesta como un abuso descarado. No olvidemos el principio aristotélico que San Juan de la Cruz nos recuerda en sus escritos: "No pueden morar dos contrarios en un sujeto" (1 Sub 6,3). El bien y el mal, Dios y el diablo, no pueden vivir juntos; hay que erradicar el mal, pero con prucencia, no sea que al recoger la cizaña arranquemos también el trigo. (Mt 13,29)


Tres modos de enfocar la realidad

A lo largo de nuestros encuentros hemos ido comentando en más de una ocasión las tres maneras como percibimos las cosas, los acontecimientos y la realidad de las personas que nos rodean: con agrado, con desagrado o con indiferencia.

Para simplificar vamos a hablar de personas. Tú mismo pudes aplicar lo que se dice refiriéndolo a las cosas o a los acontecimientos. 

Cuando nos topamos con una persona con la que hemos tenido experiencias gratificantes brota en nosotros el agrado, un sentimiento de placer al verla y al saber de ella; sin embargo, cuando la historia de nuestra relación personal tiene de fondo un desencuentros solemos reaccionar con desagrado, molestos por la presencia de aquel o aquella a quien no deseamos ver. ¿Por qué hemos llegado a esas reacciones de agrado o desagrado? Por un proceso mental que muchas veces pasa desapercibido. Lo primero es la sensación (agradable, desagradable o neutra), e inmediatamente reaccionamos juzgando (normalmente los prejuicios positivos nos llevan a juicios benévolos y los negativos a juicios malévolos) y actuando (aceptación y acercamiento y en el caso de agrado o alejamiento y rechazo en caso de desagrado).

Nos queda por señalar el modo en que abordamos, o mejor decir "nos evadimos de", aquellas personas que nos resultan indiferentes. En este caso no hay ni aceptación plena ni rechazo, simplemente una actitud neutra. Como si esas personas no existiesen; se cruzan  por mi mente o pasan por mi vida pero dejan en mí ningún poso. Simplemente paso de ellas. Es esta una actitud que parece que no es ni buena ni mala; sin embargo, a la larga es la peor: porque resulta nefasta. Los mayores males del mundo tienen como fondo el tapiz de la indiferencia. 

¿No es la indiferencia del mundo la que está sosteniendo los enfrentamientos entre Israelíes y Palestinos o Rusos y ucranianos?  ¿Acaso la indiferencia ante las personas que vienen de la inmigración no propicia la marginación y el rechazo de los inmigrantes? Y mirando más cerca, ¿cuántos vecinos y personas cercanas físicamente viven momentos de soledad, rechazo o abandono y ni siquiera las miramos? ¿Es justa nuestra indifertencia? En todos estos casos el silencio (indiferencia) es cómplice. Si miramos la parábola del juicio final (Mt 25,31-46), observaremos que lo que permite la condena de los injustos es precisamente su omisión, su pasividad e  inacción: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre, o con sed, o enfermo, o en la cárcel ... y no te atendimos?". Frente a los justos, sensibilizados, atentos al sufrimiento del otro, la parábola presenta a los injustos, a los cuales el dolor ajeno les resultó indiferente. 

Deberíamos revisar más a menudo nuestro pecado de “omisión”, porque está claro que  permite que se den muchos conflictos que se pudieron evitar. Pudieron evitarse, pero no se hizo nada en su momento. Y es importante destacar, de cara a entender la importancia de que la acción acompañe a la contemplación, que en la parábola citada, ni los buenos ni los malos reconocieron al Señor en el prójimo; la salvación no está en la fe teórica sino en la práctica de la misericordia. 


Buscar la verdad y seguirla

Resumiendo, y de cara a trabajar nuestro modo de relacionarnos con el prójimo, anotemos que cuando alguien nos resulta desagradable, el desagrado nos produce aversión, y ésta nos lleva a la irritación, el rechazo, el enfado, el enojo, ... e incluso algo más violento: la agresión.

Por su parte, las sensaciones que nos llegan de quienes nos son agradables nos producen placer, encanto, atracción, y finalmente un cierto aferramiento o apego a ellas; por ello pueden transformarse para nosotros en dependencia o adicción. Además, lo agradable puede llevarnos a reacciones exageradas de sumisión a la persona u objeto que nos deslumbra con su encanto.

Cuando las sensaciones que nos producen las personas son neutras (ya dije que casi podríamos definirla como no-sensación) la tendencia es a no considerarlas ni buenas ni malas; sin embargo esta opción de neutralidad es muy tóxica; es una postura egocentrista, sólo tiene en cuenta lo que afecta al ego, lo demás no interesa. ¿No te has regocijado nunca egoístamente ante situacines dolorsas que ves dicéndote a tí mismo "menos mal que no estaba yo, o no me ha tocado a mí"?

Solemos mirarnos y movernos desde unos parámetros concretos que traen consigo consecuencias: “tengo algo que ganar o tengo algo que perder”, gano o pierdo; si gano, la consecuencia es apego y aferramiento; si pierdo, rechazo, aversión o ira. No solemos pensar en la sociedad como un todo en colaboración sino como una dinámica de confrontación; así nos vemos como en un juego de supervivencia personal: “necesito o no necesito”, "tomo, rechazo", “peleo o huyo”. Y donde no hay ambición de ganar ni miedo a perder se desactiva el interés dando paso a la indiferencia.

Es conveniente someter a revisión nuestra vida de apegos, rechazos e indiferencias. No es fácil discernir desde los sentimientos, porque los grados de bondad o maldad suelen estar muy ligados en nuestro inconsciente al agrado y desagrado. Como ya hemos dicho, todo lo agradable dirá el ego que es bueno y lo desagradable malo. 

Para un sano discerniento ayuda mucho llevar a la oración y el silencio situaciones que estamos viviendo con gozo o con sufrimiento y practicar miradas contemplativas (desde fuera y sin prejucios ni apasionamientos) dejando a un lado los sentimiento y creencias poniendo todo bajo el prisma de la sabiduría divina (mirar las cosas desde la mirada de Jesús). Esto es muy importante, porque sólo la mirada de la sabiduría del Amor nos puede ayudar a desmontar prejuicios y a ver la realidad no centrada en “mi historia” (ego), ni en la “historia de mi grupo” (religión, ideología, nación, etc.), sino en “la historia de Dios" (historia de la salvación, biblia)”, lo cual nos facilitará conocer lo que la sabiduría de Dios considera mejor  para mí y para la humanidad.

Para alcanzar el objetivo de "entrar y moverse sabiamente en el valle de este mundo" se requiere una dedicación especial para meditar acerca de aquellas personas o situaciones que hasta ahora hemos preferido mantener en la “ignorancia”. Dicen que ésta, la ignorancia, es el mayor pecado del mundo. Y en cierto modo es verdad. Jesús fue crucificado por la ignorancia de unos que creían que con su muerte daban culto a Dios, es decir, obraban convencidos de obrar el bien quitándoselo de encima (cf Jn 16,2); e ignorancia también de otros que, tal vez reconociendo que era un hombre justo, prefirieron abandonarlo o simplemente mirar con golpes de pecho su sufrimiento y su muerte. No lo hubieran crucificado si hubieran conocido que aquel al que crucificaban era "el Señor de la Gloria" (1 Cor 2,8). En ambos casos, la ignorancia les llevó a despreciar el mayor bien que tenían: la Sabiduría de Dios.

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Todas las consideraciones expuestas nos llevan a una toma de postura que en el tiempo de valle (confrontación con la realidad después de habernos retirado a meditar en la cueva) se ha plasmar en acciones concretas de acercamiento y toma de conciencia de la realidad, mirada no desde nuestros prejuicios, creencias y sentimientos sino desde la objetividad de Dios. Se trata de recobrar nuestra relación con lo que dejamos atrás en el periodo de retiro, y permitir sobrevolar a nuestro espíritu para que, desde lo alto, donde la contaminación del agrado, el desagrado y la neutralidad, vislumbremos todo con la luz de la Verdad y con la libertad que esta procura (Jn 8,31). El objetivo: dejar a Dios hacer de nuestra vida una danza de contemplación y acción liberadoras.

Septiembre 2025
Casto Acedo