miércoles, 22 de mayo de 2024

8.1 Amor, meditación, vida.

 El tema 8 de nuestro programa nos invita a ir concretando y resumiento lo tratado sobre el altruismo y amor bondadoso. En esta entrada se ofrece una nueva reflexión sobre el tema acompañada de unos interrogantes que van en letra cursiva. El tema es amplio. Léelo por partes, y sobre todo párate sin prisas en las cursivas; asimila, respóndete y toma notas para compartir en grupo.  

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Meditación y amor

Hablamos del amor con demasiada superficialidad. Lo solemos confundir fácilmente con la fruición y el egoísmo refinado que produce la emoción de ser amado por otro y la respuesta autocomplaciente a ese amor recibido. El amor a los amigos es de fácil digestión porque suele estar aliñado con especias de amor propio. Me amo a mí mismo en los otros, pero ¿es ese el verdadero amor?

Mirándonos en los grados del amor que establecíamos en la entrada anterior casi todos nos quedaríamos en el segundo: “ama a los demás como quieres ser amado”, que en la práctica solemos entender como “amo a los demás porque (o mientras) me aman, o a condición de que me amen”. Es un amor de intercambio a veces muy sutil, da la sensación de que hay gratuidad absoluta, pero se esconde tras él un cierto interés las más de las veces  inconsciente. Hablamos por ejemplo del amor del esposo o la esposa,  del padre o la madre, o el amor del hijo; con respecto a su gratuidad suelen tener buena prensa estos amores, pero si afinas el diagnóstico  verás que llegados a cierto limite a estos amores les duele no ser correspondidos.

Teniendo como fondo el amor bondadoso, echemos un vistazo a nuestra meditación y oración contemplativa. ¿Qué busco en mis ejercicios de oración? ¿Dónde pongo mi amor? ¿Dónde mi atención?  Cuando me paro y observo objetivamente suelo descubrir que ante todo me busco a mí mismo, mis deseos, mi anhelo de vivir en paz, mi armonía interior, mi gozo, mi serenidad... mi, mi, mi... un posesivo que pone en evidencia mi falta de amor altruista y generoso. Si el camino de mi oración comienza en mí y termina en mi centro, no estoy bien encaminado, porque no es el amor lo que me mueve sino el egoísmo, por muy luminosas y gratificantes que me parezcan mis sentadas.

Reducir la tarea de la meditación a la adquisición de estados anímicos subjetivos es dar razón a quienes creen erróneamente que la palabra meditar proviene de la expresión in médium ire, ir al centro, sumergirse en el núcleo de la propia subjetividad. Una meditación así entendida elimina la relación con el Otro y con los otros. Según esto Dios y el prójimo, y toda la creación, están a mi servicio, o desaparecen para que sea la pura sensibilidad la que ocupe todo el espacio. En esta experiencia no hay relación, y sin relación no hay amor.

En la meditación nos puede ocurrir lo mismo que en la vida real, que no vayamos en busca del otro deseando incondicionalmente su bien y su felicidad, sino que en cierta medida siempre nos acerquemos a él esperando obtener algún beneficio personal.

Párate y mírate; haz de tu vida un objeto de contemplación. Descubrirás mucho si te observas en tus relaciones, incluso en aquellas que consideras más genuinamente amorosas, como pueden ser tu relación de pareja, tu voluntariado en alguna institución, tu compromiso con tal o cual causa, etc. ¿De veras obras por puro amor? ¿No te has descubierto nunca quejándote o lamentándote de la poca respuesta que encuentras en aquellos a quienes ayudas?

El amor puro, al modo del tercer grado, como ama Jesús de Nazaret, no es algo muy común sino excepcional. Él no amó buscándose a sí mismo sino con total apertura al Padre y a la humanidad. "Mi alimento -dice Jesús-  es hacer la voluntad del que me envió" (Jn 4,24); “No he venido a ser servido (ser amado) sino a servir (amar)”, a dar mi vida por todos (Mt 20,28). Para un cristiano este es el modelo a imitar. A quien llega a prácticar un amor así  podríamos llamarlo  “iluminado”, o con un término más bíblico: “converso”. Éste ha experimentado los límites del amor humano, ha salido de sí, se ha despojado de sus pretensiones de grandeza y ha preparado así el terreno para que Jesús llene su vacío. Ha dejado de mirar su ombligo y se ha vuelto a Cristo. Fue valiente y no enterró sus talentos en el hoyo del "sí-mismo", sino que los negoció para recibir la paga de un bien mayor . La parábola de los talentos (cf Mt 25,14-30) invita a apostar por el amor más grande, el de Jesús. Has recibido la capacidad de amar. ¿Dónde inviertes ese talento? ¿O lo tienes escondido por temor a perderlo? ¿Practico el amor servicial consciente como inversión rentable para mi vida espiritual? Recuerda que el amor que no se da se pierde.



Transmitir la experiencia

Aceptamos, pues, que la experiencia del amor cristiano no se ahoga en el solipsismo de estar yo conmigo mismo. Ciertamente la contemplación puede ayudar al propio conocimiento, pero si se queda estancada ahí no es cristiana. Es gnosis (saber, conocimiento) no-cristiana que se desliza hacia la autodivinización. 

El silencio de la contemplación no culmina en la experiencia inefable e incomprensible de mi yo; tampoco en el regusto de un conocimiento autoinducido de mi persona; el ejercicio de la contemplación no se reduce a la pura sensibilidad sino que apunta al encuentro con el Otro y con los otros, a la comunicación. Quién es tocado por el dedo de Dios no guarda esa experiencia para sí; no tiene razón cristiana el Tao Te King cuando dice que “el que sabe no habla; y el que habla no sabe”.  Quien saborea al Dios de Jesucristo no puede evitar compartir con otros el bien recibido; el amor le impulsa a ello. Puede no encontrar las palabras exactas para comunicar, pero lo hará con las que tenga a mano. Deberías preguntarte si la calidad de tus experiencias místicas la evaluas por tus sensaciones placenteras, que podríamos llamar  onanismo espiritual, o por los cambios a mejor que se van produciendo en tu relación con Dios, los otros y el mundo.   

La experiencia mística cristiana tiende por sí sola a difundirse. Dios no da su gracia para uso privado sino para enriquecer al mundo con ella. Sin compartir no habría existido la tradición mística. ¿Qué son los escritos evangélicos, o los tratados de los santos Padres, o las obras de santa Teresa y san Juan de la Cruz sino transmisión de experiencias de encuentro con Dios? La mística cristiana no se da en el cruce con uno mismo sino con el Misterio; un encuentro que no es hermético (cerrado sobre sí) sino hermenéutico, es decir, pide una interpretación y transmisión de lo vivido, con unas palabras  que siempre serán deficientes pero que permiten comunicar a otros con más o menos acierto la experiencia vivida.

Al hilo de todo esto, ¡qué importante es que en los grupos de meditación cada cual intente compartir su experiencia para confrontarla con los otros! Y, por supuesto, qué necesario es confrontarla con la Palabra evangélica y con las enseñanzas de los místicos que han pasado antes de nosotros.


La decisión de amar

El amor cristiano no tiene límites. El corazón amoroso puede crecer hasta donde quiera, y Dios no le va a faltar. Ahora bien, el mismo Dios que realiza en la persona el milagro del amor no prescindirá de la misma persona para llevar adelante su obra. Si algo limita la experiencia del amor místico no es que la persona esté incapacitada para recibirlo, sino los prejuicios y miedos, los conceptos adquiridos, los pactos con ella misma (“sólo llegaré hasta aquí en mis renuncias”), que no dejan libertad al crecimiento imparable e infinito del amor.  

Para avanzar en sabiduría y virtud, para que el amor no se estanque es preciso tomar la decisión amar. El amor, más que un sentimiento es una decisión, una apuesta que tiene mucho de trabajo y menos de intuición. Decía Edison que “el genio consiste en un 90% de sudor (trabajo, aplicación, método) y un 10% de inspiración (intuición, experiencia)”. Si aplicamos estos porcentajes a la vida espiritual parece que caeríamos en la trampa de minimizar la gracia y sobrevalorar las obras; no obstante creo que merece la pena destacar que si bien todo está en manos de Dios no se pueden desdeñar las cualidades y la libertad de la persona. Te puede tocar la lotería, pero lo tienes difícil si no compras el billete. San Ignacio del Loyola dice lo mismo cuando invita a “fatigarnos como si todo dependiera de uno mismo, y al mismo tiempo confiar como si todo dependiera de Dios”.

Por tanto, hay que decidir y actuar para seguir creciendo en esto del amor. Hay que salir afuera y tomar posturas concretas de rechazo a lo que impide el amor y de aceptación y práctica de lo que lo facilite. Esto es importante; el movimiento se demuestra andando, decimos; pues bien, el amor se visibiliza en los actos. ¿Qué ejercicios de vida práctica ves en ti que son signos de amor genuino? ¿Podrías señalar en la última semana algo que has hecho y que te deja ver que amas de verdad?


Romper barreras

La primera decisión de amar se ha de dar en la atención, en abrir los ojos del corazón para ver en mí lo negativo, aquello que bloquea y limita mi desarrollo espiritual. Imaginemos que Dios es el sol, la luz. No solemos darnos cuenta de que esa luz es invisible. Observa la luna de noche, ves el sol reflejado en ella, pero no ves la luz que ciertamente existe en el espacio que dista entre el sol y ella; no ves la luz, aunque existe. La luz fluye en la oscuridad.  Comprueba que lo que ves no es la luz sino el efecto que los rayos del sol producen al chocar con la materia; en nuestro ejemplo con la superficie de la luna. 

Así es el encuentro con Dios. Dios es la luz que ilumina nuestro ser dando sentido a lo que somos. No lo vemos, pero está ahí. Vemos sus efectos sobre nuestra vida. Nos hace vernos a nosorros mismos ayudándoos a sí a concernos como imagen suya que somos y a vivir en consecuencia: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Salmo 118,105). El mismo Jesús, Dios encarnado, dijo: "Yo soy la luz del mundo" (Jn 8,12), "he venido para que los que no ven vean" (Jn 9,39).

Pero ¿qué ocurre si entre la luna y el sol se interpone un objeto opaco? Entonces la luz no llegaría y la luna y toda la creación quedaría a oscuras. Pues, bien, hay muchos objetos o velos opacos que obstaculizan e impiden que la luz de Dios ilumine mi alma; sin la luz de Dios mi alma no puede ver ni comprender por qué existe, por qué el sufrimiento y por qué sus inquietudes. Y sin una respuesta a estas cuestiones, sin la debida luz,  la vida se deteriora como le ocurre a una planta abandonada en un lugar oscuro. Podemos decir que sin la luz del Amor el amor no florece. 

Por eso el primer paso que hemos de dar es el de observar qué está impidiéndote recibir la luz. ¿Cuáles son esos impedimentos? ¿Qué obstáculos se interponen entre mi alma y Dios? Entre ellos está el velo conductual, los patrones de comportamiento arraigados en el inconsciente, los automatismos y las costumbres negativas. También limitan la percepción de la luz los conceptos heredados que se adquieren en la niñez, y otros que nosotros mismos hemos hecho propios a través de los años. ¿Podrías identificar alguno de tus automatismos o conceptos escleriotizados tan asumidos por ti que sin ellos te parece que no serías tu? Toma nota de alguna creencia que consideras inamovibles e intuyes que te paraliza para crecer psíquica y espiritualmente.

Los que nos hemos criado en una cultura cristiana recibimos en la infancia y la juventud una formación religiosa plagada de conceptos y valores que aceptamos sin pasarlos por el tamiz de la experiencia. Conceptos que puede que en su momento nos llenaran del orgullo de saber y conocer; incluso nos sentíamos felices de cumplir las normas que se nos dictaban  “así porque sí”, sin desvelarnos la fuente que pudiera hacerla un valor santo y deseable. Cumplíamos entonces la ley por puro amor a la ley, y esto nos satisfacía, ¿por soberbia? No me atrevo a afirmar tanto, pero veo que todo eso pudo crear  automatismos y patrones de comportamiento que bloquean la vida y no le permiten volar en libertad. 

Con la mayoría de edad la dinámica espiritual no se puede sostener en un “así porque sí”, necesita la experiencia del Epíritu que le mueva a obrar no por la obligación de la ley sino con la libertad de la fe. Deberías preguntarte si tu motor conductual sigue siendo externo (moral heteróma), atado a unos mandamientos o leyes exteriores a los que te sometes por costumbre y que por falta de un discernimiento serio y dejación en un conformismo atávico te impiden recibir la luz del sol de Dios y vivir más plenamente. Ten en cuenta que las leyes y los credos salvadores arraigan con facilidad en el ego porque le permiten sosegarse y verse más fortalecido. No caigas en la trampa.

Obsérvate y toma nota de hasta qué punto no eres tú quien vive tu vida sino que bailas al ritmo de tics aprendidos que satisfacen tu egoísmo. ¿Por qué rezas? ¿Por qué amas solo a quienes te aman? ¿Por qué tu amor no es imparcial e incondicional sino parcial y condicionado por el objeto o sujeto amoroso? ¿Por qué sigue pesando más en ti la costumbre que la libertad? Uno de los objetivos de esta etapa que seguimos es eliminar gradualmente todo lo que fortalece el ego y pone peros al amor sin fronteras que pretendemos vivir. Eliminando automatismos es posible desarrollar unas mormas de conducta que sean producto de una libre valoración y elección (moral autónoma).

Hay que despertar de los sueños inducidos por nuestra cultura, alejarnos de conceptos o realidades que nos han enseñado a considerar claves para la vida,  apostatar de leyes y situaciones cuya aceptación creemos inevitable, como éstas:  
*individualismo (gusto y regusto por llevar una vida tranquila sin que nadie me moleste),
 *capitalismo (tener bienes materiales y posesiones que me aseguren un futuro confortable y cómodo) y 
*consumismo (que no me falte lo necesario para poder satisfacer a placer mi sentido del gusto, olfato, vista, oído y tacto; ¿tendría sentido mi vida sin eso?). 

¿Hasta qué punto aceptas que del círculo individuo-dinero-consumo no se puede salir?


Virtud y sabiduría

El segundo paso es desarrollar cualidades nuevas que podemos resumir como virtud y sabiduría, es decir, acercarnos a las propuestas de vida  cristianas para conocer la verdad desde la práctica del amor bondadoso y a partir de ahí anclar nuestra conducta a una sabiduría que no sea impuesta (ley) sino aprendida y aceptada desde el descubrimiento y la experiencia interior del amor de Dios (libertad). A esta sabiduría podemos llamarla conocimiento (verdadera gnosis), siempre que este conocimiento no sea producto de unas enseñanzas teóricas (conocimiento puramente intelectual) sino fruto de la praxis del amor y la compasión. Es lo que Isaías llama “el conocimiento del Señor”, cuya sabiduría da paso a los tiempos mesiánicos; lo puedes leer en Isaías 11,1-9.

Este conocimiento se adquiere abrazando la realidad. Hay que dar el paso a la práctica. "Estoy contigo y tú quieres leerme cartas; no es esa la naturaleza del amor auténtico", decía el místico sufí Rumi. Estoy aquí y, aunque estoy prersente, me lees las oraciones de tu libro. Podemos caer en la trampa de confundir la oración con las palabras, la contemplación con los métodos; confundir con el mismo Dios lo que sólo son estados afectivos fruto de la práctica del silencio; y también  confundir el amor con el sentimiento romántico de querer hacer el bien. En todos estos casos la presencia del amante no se percibe para nada porque se tiene miedo a la unión mística; unión que no sólo la refiero a Dios sino a toda la creación, incluidos, por supuesto, los hermanos, especialmente los más pobres y marginados. Esta es la naturaleza del amor cristiano: amor universal. ¡No me leas textos, frases ni oraciones pías! Abrázame en la carne. Amor encarnado. Estoy aquí, presente -dice Dios- en mi Espíritu, presente en la naturaleza, presente, también, en los hermanos. ¿Cómo vives esto?

Deberíamos ir ya introduciendo en nuestra vida diaria todo lo que sobre el amor bondadoso hemos aprendido, 
*cultivando las verdades evangélicas que contemplamos (¿Es para ti el evangelio una novela rosa o ha subido ya al nivel de manual contracultural?)
*unificando conducta y sabiduría (¿Qué nivel de coherencia detectas entre la fe evangélica y tus actitudes y acciones?, 
*dando pasos concretos de entrega y altruismo desinteresado (¿Amas con el mismo afán a tus amigos y a tus enemigos?).

Conclusión

Estas son las aspiraciones de la segunda etapa de nuestro caminar: amor y altruismo. Párate a evaluar tus progresos siguiendo las pistas de los interrogantes que se plantean en este escrito y que te he facilitado poniéndolos en cursiva. En próximos encuentros podemos exponer experiencias y dialogar sobre todo esto.

Mayo 2024
Casto Acedo