martes, 12 de noviembre de 2024

3.6 Extrañar, síntoma de dependencia. Consejos prácticos (IV)

El tema que exponemos como “extrañar” es un poco conflictivo. ¿Porqué? Porque nos toca y nos desnuda a todos y si somos críticos nos hace ver una realidad muy íntima y normalizada que no es tan positiva como aparenta ser. Aceptar que “extrañar” a alguien puede tener mucho de anomalía espiritual no es fácil de entender. Y, por supuesto, el tema admite matizaciones importantes. No somos robots y tenemos sentimientos.

Extrañar

¿No es normal sentir celos de tu pareja cuando presta excesiva atención a otra persona y ves en peligro tu relación? ¿Acaso es inapropiado “echar de menos” a una persona querida que ha fallecido? La partida a tierras lejanas de un buen amigo o amiga, ¿no merece un "sentimiento de falta o extrañamiento”?

Extrañar nos parece algo aceptable. Hasta tal punto lo hemos normalizado que ha pasado a formar parte de nuestra cultura; es una enfermedad espiritual tan extendida que ni siquiera nos planteamos que pueda dañar o ser contagiosa. La aceptamos como parte de nuestro día a día, algo natural que asume todo el mundo, como los ácaros, esos bichitos prácticamente invisibles que están en la piel, en los colchones, en las sábanas, ... y no hay ninguna campaña en contra de ellos; es algo que está tan presente que forma parte de la normalidad. Pero si lo consideramos en profundidad no lo es; veamos por qué.

Lo primero que hay que decir es que extrañar es síntoma de dependencia, aunque si consultas a la comunidad científica que se ocupa de estos temas, los psicólogos, te van a decir que el extrañamiento es señal de que realmente hay afecto, que realmente existe un vínculo cercano con la persona que se extraña. 

Apoyado en ese afecto que profesas a tu amigo, a tu madre o a tu pareja, puede que tú exijas o ellos te exijan algo: “¡Demuéstrame que me quieres, dime cuanto me echas de menos cuando no estoy!”. En una relación así se dan dos factores que revelan que echar de menos a alguien puede no ser tan excelente como parece. Lo primero es que la afectividad focalizada en una persona  suele exigir a ésta que muestre una y otra vez “lo exclusivo que soy para ti”, o la domina dándole a entender “¡cuánto te hago falta!”. Medir el amor por lo exclusivo (amor excluyente) ya es algo contradictorio; medir el amor por “la falta que me haces” es patético.

Date cuenta de que en la medida en que extrañas a una persona, en esa misma medida dejas ver que estás aferrado a ella, y que por tanto tu amor no es tan puro como crees. Me refiero al hecho de “extrañar a personas a las que queremos”, si ampliamos el campo y hablamos de "cosas que tenemos" parece que cuesta menos entender esto del aferramiento.

En muchas ocasiones solemos tratar a las personas como cosas, y por eso las extrañamos, porque las consideramos como tales. ¿No tienen aquí su raíz los ataques de celos? ¿Se sufre por extrañar a la otra persona o se sufre por egoísmo posesivo, por deseo de posesión frustrado? ¿No dices que amas a la otra persona? Dale libertad para buscar la felicidad.

Está claro que extrañar a una persona es signo de que la relación con ella se asienta en una necesidad personal con toques egoísta. No es una relación cuya fuerza esté en atender al interés, las necesidades o la felicidad del otro o la otra, sino en la necesidad de ser atendido por ellos. Es el interés de mi ego el que da lugar a que cuando me falta esa persona, o cuando no me presta atención, o cuando no me mima, me sienta hueco, vacío, carente de algo. Y esto, aunque cueste aceptarlo, es una luz roja, una señal evidente de que no hay amor sino apego y dependencia. Lo que busco en la otra persona es una muleta, un bastón. Si cuando me falta ese bastón mis andares se resienten, si cojeo, camino más lento o me tambaleo, es que tengo una dependencia que sanar.

Las personas no deberían ser bastones o muletas para nadie. Es decir, no deberíamos sentir emocionalmente su ausencia como un daño o falta irreparable; esa partida debería ser más bien una oportunidad de crecimiento espiritual, de reafirmación en una fe que no se apoya en dependencias humanas de ningún tipo, en una esperanza que prescinde de soportes mundanos y en un amor universal que no excluye ni tiene preferencias por nadie.

Duro ¿verdad? La pregunta ahora es: ¿no es bueno sentir la pérdida de grandes líderes sociales o santos, como Madre Teresa de Calcuta, Oscar Romero, Pedro Casaldáliga, etc., que inspiran grandes valores; o maestros o maestras más o menos cercanos cuya santidad nos ha inspirado personalmente; o personas cercanas muy queridas que ya no están con nosotros? ¿Es malo extrañar su partida? Damos por supuesto que podemos admirar a esas personas siempre que tal admiración no nos debilite y consideremos su pérdida sencillamente como el no poder recurrir directamente a esas personas ricas en valores que hemos perdido o ha perdido la humanidad. Si su partida nos debilita o hunde en la tristeza es que hay aferramiento; falta una relación de pura inspiración. 

Recordad lo que decía Jesús a los suyos. "Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré." (Jn 16,7). Les dice a los discípulos: yo me voy, pero vosotros vais a crecer, porque el Espíritu que habitará en vosotros y viviréis  no ya desde una influencia exterior sino desde vuestro centro.


* * *

 Dejar algo para tener todo

Debemos, por tanto, “soltar”, liberarnos del apego a cualquier cosa o persona que dificulte nuestro avance espiritual en libertad. Es lo que Jesús propone diciendo que “quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna” (Mc 10, 29-30).

La inclusión de “hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos” nos viene a decir que perdamos el miedo a desapegarnos de aquellos cuya falta nos llevaría a extrañarlos de manera enfermiza. Un desapego que no es falta de amor, sino más bien un acto de amor, porque es un reconocimiento de la libertad con que vivimos nuestras relaciones. El miedo a perder a alguien es fruto de una dependencia;  y a  menudo nos lleva a manipular al ser querido con chantajes emocionales u otros modos para evitar  que nos falten; o al revés, el otro o la otra pueden aprovechar nuestros temores para chantajearnos a nosotros. 

El citado texto de san Marcos además da a entender que romper los lazos afectivos de dependencia de cosas y personas nos hace pasar de uno a cien en libertad y abundancia espiritual, “recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más”; dejas de vivir encerrado en tu identificación con tu amigo o amiga, con tu familia, tu iglesia, tu club, etc., para vivir tu relación con el mundo con un espíritu abierto a todos los seres. Como vivió Jesús; en Él, dice la Sagrada Escritura, se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” (Tito 2,11); en Cristo y por extensión en los que están con Él y son de Él no hay exclusividades. Maestro, sabemos que hablas y enseñas con rectitud y no tienes acepción de personas” (Lc 20,21; cf Rm 2,11). Este es el consejo del Apóstol Santiago: “Hermanos míos, no mezcléis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas” (Sant 2,1).

Ciertamente que en una cultura que se mueve en la exaltación de la afectividad personal esto de vivir con apertura universal en igualdad o equidad para todos no es muy comprendido. Especialmente por los que se ven más afectados cuando dejas de extrañarles y perciben en ello como una especie de rechazo o desprecio hacia ti. No extrañar crea problemas; se recibe “cien veces más, -es cierto, pero- ...con persecuciones”, es decir, con rechazos. 

Recordad lo que le pasó a Jesús cuando, dejando atrás a su familia, comenzó a tratar a todos por igual: “Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí”. (Mc 3,21). Liberarse de ataduras afectivas es algo muy mal visto en un mundo como el nuestro excesivamente centrado en la idolatría de los sentimientos como pieza clave de la felicidad. Pero hemos de aceptar que el Reino de Dios está por encima de particularidades.

Lo que hoy proponemos no es una “desafección de todo”, sino todo lo contrario, una apertura de los afectos del corazón a todos los seres. Es lo que la Iglesia valora cuando propone el seguimiento de Jesús en virginidad o en celibato. Consagrar la propia vida en celibato o virginidad por el Reino de los Cielos (cf Mt 19,12) supone por una parte una renuncia (dejar los afectos particulares), pero al mismo tiempo un enriquecimiento (entregar solemnemente el corazón a Dios, y desde Él a todos los seres).

Quien como cristiano hace voto de virginidad por el Reino de los cielos (Mc 12,30) lo que promete es amar a Dios por encima de todas las criaturas, -con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas (Mc 12,30)- para poder así amar a todos los seres con el corazón y la libertad de Dios, sin ligarse ni excluir a nadie, sin proceder con criterios electivos-selectivos,  sino, por el contrario, amando en particular a quien es menos amable o, de hecho, no es amado. Esto último es lo que solemos llamar “amor preferencial a los más pobres”, no porque sean pobre sino porque están más necesitados de amor.

Y conste que vivir en virginidad consagrada no es vivir en un estado de perfección espiritual superior a los que no hacen el voto. También el matrimonio o la simple vida célibe pueden vivirse en apertura de amor universal. Los monjes o monjas que se consagran a Dios con un voto específico no hacen su promesa para situarse un escalón superior al resto sino como un modo de evangelización, para ser signos escatológicos, es decir, de la perfección de los últimos tiempos (escatología). "Hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos" (Mt 19,12).

* * *

Estamos meditando y conociéndonos, mirando en nuestro interior para pulir el diamante que somos liberándonos de elementos que lo devalúan o empañan. En estos días procura medir tu progreso espiritual fijándote en qué extrañas, qué echas de menos, cuánto extrañas, a quién extrañas; y observa qué parte de ti se debilita cuando extrañas; date cuenta de cuánto tiempo y energías derrochas por tu apego a personas concretas. Lo negativo no es el amor que les tienes sino el apego, el amor posesivo que impide que tu corazón se abra a lo universal, al “amor de Dios”. ¿Entiendes ahora el mandamiento que dice: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”? Como dicen en Centroamérica: ¡primero Dios!; “busca sobre todo el reino de Dios y su justicia (el bien y bienestar de todos los seres); y todo lo demás se te dará por añadidura” (Mt 6,33). Si tienes a Dios ¿extrañarás algo?

Diciembre 2023

Casto Acedo

Radiografía del sufrimiento

Hablamos del sufrimiento como lo opuesto a la felicidad. Y si queremos trabajar en nosotros la compasión no podemos evadir una reflexión sobre el tema, ya que no es propio de un corazón compasivo desatender el sufrimiento. Así pues, detengámonos a reflexionar sobre el tema. Vayamos por partes, señalando primeramente  cuatro raíces del miedo y luego una conclusión breve sobre el amor compasivo que se concreta en "cargar con el sufrimiento" para liberar a quien lo padece.

1. El sufrimiento del  vacío existencial

Señalamos de principio que el sufrimiento tiene en su base el miedo al vacío existencial,  un miedo a perder los apoyos y a caer en el abismo. Esto da lugar al sufrimiento más sutil de todos, un sufrimiento que impregna todo el arco vital. 

Mientras no logremos conectar con nuestra “naturaleza original” en comunión y armonía siempre tendremos un fondo de inquietud, incomodidad y desajuste. La confusión o ignorancia de no saber quienes somos genera incertidumbre; y en nuestros tiempos posmodernos, donde hemos abandonado la idea del “ser” que espiritualmente lo engloba y determina todo (el Ser metafísico, o Dios en sentido religioso) estamos más expuestos que nunca al sufrimiento de no saber quienes somos. 

Cuando Nietzsce proclama "la muerte de Dios" (o la caida del Ser) en sus escritos, da ésta noticia no como una buena nueva liberadora sino como una tragedia. Intuye y profetiza la larga serie y sucesión de rupturas, destrucciones, decadencias y caídas que amenazan a un mundo sin Dios. Por eso el discurso de "el loco", que a pleno día enciende una lámpara y grita en la plaza: «Busco a Dios»,... «¿Dónde está Dios?» ... yo os lo voy a decir. Nosotros lo hemos matado ... vosotros y yo», tiene una segunda parte:

"Qué hemos hecho al liberar esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve? ¿Hacia dónde nos movemos, lejos de todos los soles? ¿No nos estamos cayendo? ¿No vamos dando tumbos hacia atrás, de lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No vagamos a través de una nada infinita? ¿No sentimos el espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No anochece cada vez más?" (1)

Esta es la realidad del último siglo: hemos quitado a Dios (el Ser que lo engloba todo) de nuestra vida y nos ha quedado el "vacío", la "nada". Lo profetizó F. Nietzsche y en gran medida se ha cumplido. Este filósofo  no es ingenuo y optimista al  respecto; por eso señala la larga serie y sucesión de rupturas, destrucciones, decadencias y caídas que amenazan a un mundo sin Dios. Ahora no nos queda nada (nihilismo), y desde la nada es difícil responder a las grandes preguntas (¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué puedo esperar en el futuro?) cuya respuesta estuvieron siempre colgadas en Dios.

La falta de identidad, la caída en el vacío, da lugar a un sufrimiento que no por indefinido deja de ser real. El primer paso para recuperar un suelo donde pisar con firmeza  pasa por el "conocimiento propio", por el socrático "¡conócete a ti mismo!". La ignorancia del propio ser es el origen de muchos males.

El desconcocimiento de nosotros mismos nos empuja a resolver la inquietud que genera la no-identidad creando un yo-falso (ego) que imaginamos como eterno, independiente, con existencia inherente. Es decir, respondemos al desajuste cristalizando el aspecto subjetivo de la vida, inventando un ego (personaje) al que le damos una existencia, que creemos eterna y no cambia con el tiempo, y con la cual nos idententificamos. 

El cuerpo envejece, sin embargo hay algo en nosotros que no cambia. Poseemos una naturaleza original e inmortal (Alma de Adán) llamada a vivir en comunión con Cristo (nuevo Adán) en la eternidad; el problema está en aprender a reconocer nuestro ser en el ser de Cristo.

Cuando vivimos ajenos a nuestra naturaleza crística (nuestro ser creado a imagen de Dios) tendemos a construirnos un “personaje” en quien ponemos todas nuestras perfecciones y aspiraciones, un falso-yo; eso es el ego que nos hace vivir siempre en la incertidumbre y el miedo a que tal invento o ficción sea eso, algo irreal.  El vacío existencial tiene su origen en la “sombra del ego”, en la sospecha de su no-existencia auténtica. Cuando se vislumbra la falsedad de su ser, cuando sospechamos que no somos el personaje ficticio que nos hemos inventado, cuando descubro que no soy quien creo que soy, cuando vivo situaciones que el ego no puede solucionar o me enfrento a preguntas que no puede responder, se apodera de mí el sufrimiento del vacío existencial.

Caigo en la aflicción, en un abismo tanto más profundo cuanto más alto haya subido con mi castillo de arena. Ni que decir tiene que ésta caída, lejos de ser algo definitivamente dramático y sin remedio, tiene su punto positivo, porque es el primer paso para la búsqueda de nuestra verdadera naturaleza. Son muchos los que testifican que la caída en el abismo fue para ellos es el primer escalón para salir a flote y madurar espiritualmente.

¿Cuáles son los síntomas del vacío existencial? *El aburrimiento, *la soledad que sucede cuando se sueltan los fantasmas a los que se estuvo asido, *el agobio de verse enredado en multitud de sentimientos y pensamientos contradictorios y que no dejan ver claro; *el sentimiento de futilidad, de ser insignificante e irrelevante, *la hiperactividad como intento de compensar con distracciones que alivien el malestar viral,  o *la sombra del ego percibida como vacío amenazante.

Es importante llevar a la meditación (o al análisis posterior al tiempo de silencio) la cuetión acerca de cuál es el proceso que me lleva a sentirme inquieto, incómodo o inseguro. ¿Qué  pensamientos o acciones absurdas e innecesarias descubro en mí como fachadas sin congtenido? ¿A qué drogas recurro para paliar el sufrimiento que me produce el vacío que se esconde tras la máscara de mi ego? ¿Drogas? ¿Consumo? ¿Ruidos? ¿Violencia? 

2. El sufrimiento del cambio

Hay un segundo modo de sufrimiento, el asociado al cambio. Es un hecho que todo a nuestro alrededor fluye, nada permanece, como dijo Heráclito. Nos cuesta aceptar esta realidad de no-permanencia, el hecho de que todo está en movimiento; y sufrimos por ello. ¿Por qué? Porque nos aferramos a una versión de las cosas, congelamos la realidad: nuestra edad, nuestras posesiones, nuestras relaciones, ... y así queremos huir del sufrimiento que anuncia el sunami del tiempo, la ola del cambio que desenmascara nuestras ficciones. 

Se dice que este es un sufrimiento particular de los seres pensantes. No es un sufrimiento que perciben la mayoría de los animales, porque no tienen una mente sofisticada capaz de crear una proyección mental que les lleve a la noción de lo que está pasando, de “quién soy yo” y “cuáles son mis pertenencias”. No tienen expectativas que necesariamente no van a coincidir con los acontecimientos. Y tener expectativas, si las hubiera de hecho, no es nnada negativo, lo malo es cuando nos aferramos a ellas, cuando exigimos cómo ha de ser el futuro. Una  expectativa rígida, tarde o temprano, no va a coincidir con la realidad.

Hay unos principios que deberíamos asumir para aliviar el sufrimiento del cambio: *todo lo que se acumula, ya sea agua, dinero, comida, recursos, etc., tiende finalmente a dispersarse; *todo lo que sube bajará, ya sea una montaña que acabará cediendo a la erosión o una persona cuyo alto estatus descenderá con el tiempo; quien se aferra al estatus sentirá la caída; *todo lo que se agrupa se tiene que separar; además, *las cosas y las personas que quieres tarde o temprano se van, y ¡qué mala suerte! las cosas y las personas que te disgustan se acercan. Somos animales sociales y es importante convivir con personas afines, pero si nos aferramos a esos grupos, a esas familias, clubs, iglesias o amistades, vamos a sufrir la separación. Seamos realistas, estamos de paso por este mundo.

Todo esto no es una invitación a la soledad egoísta, ni a la misantropía insensible y fría, sino un toque de atención acerca de que todo es transitorio en la vida, y, por tanto, apegarse a ello puede ser fuente de sufrimientos.

3. El sufrimiento físico

Es el aspecto más crudo, más simple y más directo, del sufrimiento. Tenemos y somos cuerpo, y nadie se priva de la experiencia del dolor físico en mayor o menor grado. Aunque el origen del sufrimiento físico sea fácilmente explicable (agresión, enfermedad, accidente, etc.), aquí nos adentramos en el tema del sufrimiento en toda su crudeza; podríamos hablar, incluso, del “misterio del mal”,

Si seguimos la secuencia de la parábola de El buen samaritano (Lc 10,30-37),  ante el mal y el sufrimiento que sufre el “hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó”, vemos tres personajes que actúan en ese hecho: Primero está aquel por el que ocurre el mal, ¿quién lo realiza?, ¿un pecador?, ¿lo irracional?, ¿un culpable?, ¿un demonio?... cualquiera de ellos según los casos. De hecho, la parábola deja a los autores en el anonimato. No obstante, hay que decir que señalar un culpable no está mal, siempre que la cuestión de la culpabilidad no ocupe todo el campo de acción y dudas que se abren ante el mal.

Un segundo actor es la víctima inocente de la desgracia, ¿víctima inocente?, ¿alguien que recibe un castigo justo? Tal vez la víctima fue a su vez verdugo sobre el que recae la venganza de  los que le apalean. Inocentye o culpable el sufriente,  se concentra en él la desgracia del mal y en él se libra el combate y se decide la resolución.

Finalmente hay un tercer actor en la parábola, ¿un espectador?, ¿un acusador?, ¿un abogado?,. ¿un salvador?, ¿un prójimo?. ¿un mediador?, ¿Dios? Puede ser cualquiera de ellos. Pero el evangelio deja ver que lo que se espera de ellos es que se conviertan en un adversario del mal, un salvador de la víctima, un “responsable” que asume su carga en la escena.

La pregunta sobre el sufrimiento físico y el mal no tiene en este evangelio una respuesta milagrosa. Lo único que se apunta es a la “responsabilidad” que hace del mal ajeno un mal y un sufrimiento propios y que se intenta erradicar. Ante el mal la respuesta es ser compasivos, sentir el dolor ajeno como propio y tratar de erradicarlo. Es la respuesta de Jesús Crucificado, que no explica el mal sino que actúa compadeciendo; algo que sólo entenderás más tarde (cf Jn 13,7).

Aquí habría de preguntarme hasta qué punto siento el dolor de las víctimas como propio, hasta qué punto, superando dualismos, puedo sentir que mi hermano soy yo; también es bueno analizar mi colaboración directa (acción) o indirecta (omisión) al dolor propio o ajeno; y sentirme “responsable” no sólo del hecho que produce el dolor sino también de la obligación de paliarlo o eliminarlo. La compasión debería ser para mí un modo de ver el mundo y de responder a sus males. 

4. El sufrimiento mental

Señalamos finalmente el sufrimiento fruto de los fantásticos constructos mentales más o menos conscientes. El ego se fabrica un mundo ideal que se ve contestado por la realidad y que acaba dañando su propio ser cuando se percata de su debilidad. Es fácil desde aquí caer en la tristeza y la depresión, estados de ánimo muy relacionados con el “vacío existencial”. La ansiedad y la angustia suelen ser sufrimientos generados por el bloqueo de una mente que se aferra a unos criterios muy solidificados y que no acepta que la realidad es cambiante. Sólo el núcleo del "espíritu" permanece; el cuerpo envejece, los pensamientos, los sentimientos y la voluntad (potencias del alma) evolucionan.

La persona del siglo XXI es muy propensa a idealismos y ensoñaciones, y desde ahí se hace esclavo de la imagen. Pero todo cambia, y aquello que hacemos hoy y es un éxito mañana es un fracaso. Nos pasamos la vida corriendo tras una quimera. Resultado: la permanente insatisfacción. El aumento de bufetes de psicología y de clínicas psiquiátricas nos permiten hacer un balance del sufrimiento mental que lleva sobre los hombros nuestra cultura. 

Sería bueno trabajar por una sana ecología mental que no puede eludir la pregunta acerca de qué palabras o imágenes alimentan nuestra mente. Hay mucha basura contaminante en los medios. Sumergirnos en ella sin criterio es condenarnos al sufrimiento mental. Deberíamos pensar seriamente qué le damos de comer a la mente. El noveno mandamiento del decálogo –“No consentirás pensamientos ni deseos impuros”- quiere ayudarnos a prevenir sufrimientos mentales que suelen acarrear daños psicológicos y físicos.

Importante convencerse de que "yo no soy mis pensamientos"; mi centro vital es de otro orden.

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Amor compasivo

Apuntábamos al principio que el vacío existencial al que nos conduce el sufrimiento puede ser el primer paso para la búsqueda de la sabiduría y la felicidad.

Como cristianos creemos que el sufrimiento y la muerte entran en el mundo a causa del pecado (la invención del ego, el engaño de la mente, la confusión). También decimos creer que Cristo  cargó con nuestros pecados (sufrimientos) haciéndolos suyos, es decir, practicó la “compasión extrema”, el “exceso del amor”, respondiendo así al "exceso del mal". Vivió libre de ego, sustentado en su persona (Hijo de Dios) y huyendo del personaje, como cuando no se deja engañar por el ego (demonio) en el pasaje de las tentaciones del desierto (Mt 4,11) o cuando se aleja de la multitud porque querían hacerlo rey (cf  Jn 6,15).

“Despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos,  ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores;  nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron (Is 53,3-5). Estas palabras proféticas, aplicadas a Jesús, sólo pueden entenderse desde la existencia de un Ser que lo abarque todo y sea capaz de sanar las contradicciones que nos separan y generan sufrimiento en la humanidad. La fe y el acercamiento a Dios, el Ser de todo ser, que trabajamos en el silencio y la meditación, es el único capaz de llenar de luz nuestras vidas evitando el oscuro vacío nihilista.

Deberíamos trabajar nuestro espíritu buscando en él la verdadera naturaleza de nuestro ser personal, que tiene mucho de divino (participamos de la naturaleza divina de Cristo; Jesucristo se encarnó para hacernos "partícipes de su naturelza divina" (2 Pe 1,4).  ¿Quién soy? ¿Por qué vivo? ¿Para qué? El sufrimiento nos lleva a preguntarnos todo ésto. Nosotros,  hemos dicho, hallamos respuesta en Jesucristo, que  no explicó el sufrimiento, pero que asumió el propio y procuró paliar el ajeno. La compasión es la única respuesta que nos dejó para el problema: aproximárse al sufrimiento  y compadecer. "¡Vete y haz tú lo mismo! (cf Lc 10,37)

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NOTA  (1):  NIEZSCHE, F. La Gaya ciencia, "El loco", 125.

Noviembre 2024

C.A.

domingo, 20 de octubre de 2024

Malas palabras no salgan de tu boca.

 


"Quien no falta en el hablar es un hombre perfecto, capaz de controlar también todo su cuerpo. A los caballos les metemos el freno en la boca para que ellos nos obedezcan, y así dirigimos a todo el animal. Fijaos también que los barcos, siendo tan grandes e impulsados por vientos tan recios, se dirigen con un timón pequeñísimo por donde el piloto quiere navegar. Lo mismo pasa con la lengua: es un órgano pequeño, pero alardea de grandezas.

Mirad, una chispa insignificante puede incendiar todo un bosque. También la lengua es fuego, un mundo de iniquidad; entre nuestros miembros, la lengua es la que contamina a la persona entera y va quemando el curso de la existencia, pero ella es quemada, a su vez, por la gehenna. Pues toda clase de fieras y pájaros, de reptiles y bestias marinas pueden ser domadas y de hecho lo han sido por el hombre. En cambio, la lengua nadie puede domarla, es un mal inalcanzable cargado de veneno mortal. Con ella bendecimos al Señor y Padre, con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios. De la misma boca sale bendición y maldición. Eso no puede ser así, hermanos míos. ¿Acaso da una fuente agua dulce y amarga por el mismo caño? ¿Es que puede una higuera, hermanos míos, dar aceitunas o una parra higos? Pues tampoco un manantial salobre puede dar agua dulce". (Sant 3, 2-12).

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“Malas palabras no salgan de tu boca”

Nadie puede estar comprometido en la tarea de practicar el amor compasivo si su lengua gusta de herir a otros. En mayor o menor dosis todos estamos inclinados por nuestra condición pecadora  a ser crueles, a veces no nos atrevemos a serlo con los hechos, pero con las palabras nos es más fácil degradar y herir a otras personas, ya sea directamente o indirectamente comentando por detrás.

La falta en esto no sólo es cuestión de palabras. Más importante que las palabras es a veces el tono que empleamos en ellas, y aún más nuestros gestos corporales; especialmente los faciales, la cara y la mirada. Comunicamos con todo ello. Sabemos que a veces verbalmente se dicen cosas aparentemente inocentes, pero el tono irónico o de desprecio las cargan de crueldad.

Prestemos atención a todo esto, porque los demás suelen ser más inteligentes de lo que pensamos y no se fijan solo en lo que decimos sino que saben leer el tono, la mirada, el gesto, la circunstancia en que comunicamos algo.  Por muy diplomáticos que seamos las personas con quienes compartimos algo son capaces de percibir la intención de fondo con mayor o menor grado según su sensibilidad.

Por tanto, en este tema no pretendemos dar una lección acerca del uso de un vocabulario correcto, aunque es importante ya que las palabras tienen su peso propio, sino quer queremos educarnos espiritualmente de tal modo que no haya dentro de nosotros sensación alguna de querer rebajar a alguien, molestarle o presionarle con nuestras palabras. Tarea no fácil, tal como podemos deducir del texto de la carta de Santiago que introduce nuestro tema.

El apóstol en su carta da mucho que pensar. Sus afirmaciones son determinantes:  el bien hablar deja ver la perfección espiritual; domar la lengua es como controlar el timón de la barca de la vida; una mala palabra puede incendiarlo todo generando división y guerra; una lengua descarriada es un veneno mortal; del mismo modo que una fuente no puede dar agua dulce y amarga, una boca que maldice echando veneno en sus palabras no puede bendecir; “de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6,45);  no se puede dar lo que no se tiene, como de “un manantial salobre no se espera agua dulce”; un corazón duro reparte palabras duras, por mucho que intente disimularlo terminará por sacar lo que tiene dentro; y si no hay bondad y compasión no las podrá dar.


Que tus palabras sean una caricia


También san Pablo aconseja el control de la lengua: “Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen” (Ef 4,29). Procura, por tanto, no recriminar a nadie; que tus palabras sean una caricia. Para ello lo primero que has de hacer es suavizar tu interioridad. Y esta labor has de comenzarla cuidando de no recriminarte a ti mismo de forma devastadora.

A menudo somos duros con los demás porque somos duros con nosotros mismos. Nos exigimos una perfección inalcanzable y nos volvemos contra nosotros al no lograr nuestro objetivo. Al vernos frustrados nos volvemos contra los demás, como si fueran la causa de nuestra desdicha. ¡Olvídate de perfecciones! Mírate con humildad. Nadie es perfecto, sólo Dios lo es (cf Lc 18,19). “La lengua -dice la carta de Santiago- nadie puede domarla”, y no es una invitación a dejarla a su libre albedrío, sino una manera de poner ante ti la necesidad de trabajar el silencio necesario para que el Espíritu de Dios tome las riendas de tu boca.

Por tanto, no seas duro contigo mismo; pero sé transparente. Cuando tu conducta sea dañina reconoce que un mal espíritu te domina; pero no identifiques esa conducta con tu ser; no digas “mi conducta fue dañina, luego yo soy malo”. No te identifiques con el mal que practicas; si lo haces te quedas atrapado en la idea de que eres malo, que no puedes, que es imposible salir del pozo oscuro en que vives. Tú eres bueno, porque Dios te hizo a su imagen; tus obras no son tu ser; por tanto, puedes trabajar tu lengua a fin de que sea portadora de bendiciones para ti y para tu prójimo.

Hablar con suavidad y amor es posible si lo haces desde lo más profundo de tí, desde el lugar donde habita el Espíritu en tu espíritu. 



Cuidar el silencio (1)

“Quien mucho habla no escapa al pecado, y quien frena los labios es prudente” (Prov 10,19). ¡Qué difícil es en nuestra cultura del ruido resignarse a cerrar la boca. Cuando en una conversación animada sobreviene un espacio de silencio solemos romperlo diciendo: ha pasado un ángel. Es una expresión que quiere sacarnos de la situación de malestar que nos produce el agotamiento de las palabras. Da la sensación de que ese silencio que se produce entre las personas pudiera ser portador de un peligro. Sin embargo el peligro está más en la palabra cuando se desborda y se pervierte. ¿No es eso lo que denuncia la carta de Santiago?

No siempre son ángeles buenos los que circulan por nuestras palabras;  también se deslizan en  ellas  “demonios” como los de la ira, la soberbia, la envidia  y la maledicencia, la mentira, el halago o la cólera, el desprecio o la indiferencia.

Desconfiamos tanto del silencio que por eso nos las ingeniamos para llenarlo de todo tipo de ruidos, incluido el lenguaje de la mera palabrería. ¿Por qué?  Porque sentimos que el silencio alberga un poder singular, inquietante, el de desvelarnos a nosotros mismos y a los demás en nuestra fragilidad. Nos escondemos en fárragos de palabras, en discursos vacuos, en juicios verbales, críticas y difamaciones que la más de las veces no pretenden sino ocultar el miedo a entrar en lo más íntimo de uno mismo. Como el hombre y la mujer en el Edén se taparon con hojas de parra en cuanto tomaron conciencia de su desnudez: del corazón y del espíritu, así corremos nosotros a tapar con palabrería y ruidos la vergonzosa deficiencia de nuestra interioridad.

El silencio, efectivamente, nos despoja, nos “simplifica”, nos ilumina furtivamente desde el interior y nos reconduce a sentir únicamente a nuestro aliento, y el de los demás, el de nuestros interlocutores, a quienes la eclosión de un silencio imprevisto pone igualmente al desnudo.

El aliento es expresión pura de vida, signo a la vez delicado y perturbador de la presencia de un Ser vivo; la respiración, que se manifiesta en la linde de lo material y lo inmaterial, es el eco sutil del Aliento divino, que es su fuente. Así lo expresa un poeta muy conocido:

Respiración oh tú, invisible poema,

puro, incesante intercambio

de nuestro ser y los espacios. Contrapeso

en el que rítmicamente me cumplo.

(R. M. Rilke, Sonetos a Orfeo)

 

Dios es el aliento, la voz de silencio que se reveló a Elías en el monte Horeb. No estaba Dios en el viento impetuoso, ni en el terremoto; tampoco en el fuego devorador; Dios estaba en el susurro ligero (cf 1 Re 19, 11-13). Elías estaba estresado; abrumado por los tumultos de pensamientos y miedos debido a la persecución que sufría por parte de la  reina Jezabel; había mostrado un "celo ardiente” por su Señor matando a los profetas de Baal, protegidos por la reina, y concibe y venera a Dios como “Dios de los poderes”; y ahora no se le manifiesta en el poder sino en la delicadeza y suavidad de un susurro.

El susurro del viento desmonta la imagen de Dios terrible que Elías había tenido hasta entonces; el silencio y caricia de la brisa le abre a un conocimiento nuevo de Dios.



Jesús y el silencio

Jesús habló mucho. Sus palabras las recogen los evangelios. No son palabras superficiales sino profundas, palabras maduradas en la escucha y el silencio de las comunidades; maduradas en un silencio orante y que han de ser escuchadas en el mismo silencio en que fueron escritas.

Pero de Jesús más que lo que habló fué lo que calló; de principio vive treinta años en lo oculto, escuchando, contemplando. Y en el curso de su vida pública se retiraba a lugares apartados para orar al Padre, para hacer silencio y dar a a sus oyentes la oportunidad de que las palabras que había pronunciado fueran asimiladas, para dar tiempo a que los suyos pudieran entender los secretos del Reino de los cielos. Un pasaje en el que se muestra bien la pedagogía del silencio que usaba Jesús, lo tenemos en el episodio de la mujer adúltera (cf Jn 8,1.11).

Cargados con palabras de odio y de furia los maestros de la ley y los fariseos le traen a una mujer sorprendida en flagrante adulterio. Podemos imaginar el ruido, el barullo, los insultos y descalificaciones dirigidas hacia la adúltera; palabras que piden sangre, gritos que claman castigo y venganza. El ambiente no es precisamente de silencio, sino de  recriminación a la mujer y de reto a Jesús: “tú, que te crees justo y dices que cumples la ley, a quien tantos consideran misericordioso, ¿crees que hay que apedrear a esta mujer según está escrito en la ley de Moisés?”. 

Frente a los autoproclamados jueces que han ido a desafiarlo, Jesús  calla, se inclina, se “ausenta” frente a las miradas que esperan sólo una palabra o un gesto de desafío para estallar en violencia. Jesús, mediante una actitud de sosiego, de retirada, ofrece a cada uno la posibilidad de salirse al menos un instante del rebaño de “bienpensantes” dispuestos a matar con plena buena conciencia; y serenamente y con suavidad hace que cadea uno de los presentes se vuelvan a sí mismos y se trasnsformen en  individuos responsables de sus palabras y de sus actos. Se palpa el silencio que conduce a la introspección mientras “se puso a escribir en el suelo”. Y es el silencio provocado por su silencio el que prepara el terreno para la sentencia que pronuncia: “Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra”. “Después se inclinó de nuevo y siguió escribiendo”

Las palabras de Jesús vibran aquí “con” el silencio que las ha provocado, y “en” el silencio que se ha deslizado entre ellos, contra su voluntad. En cuanto a la mujer acusada y condenada de antemano y de pronto liberada, se mantiene al final del encuentro un ambiente de silencio y de paz. “Puedes irte; no vuelvas a pecar”.

“Ha pasado un ángel”, el ángel del silencio, un soplo del Espíritu que lo cambia todo. El silencio es el tiempo y el espacio que nos permite entrar dentro y serenar los ánimos, tiempo para permitir que sea la conciencia profunda de nuestro ser la que determine nuestras palabras. Conviene, pues, practicar el silencio meditativo, no tanto como una disciplina ascética cuanto como un modo de entrar en el misterio de lo que somos: paz, luz, amor, silencio.  Cuando abrazamos en el silencio el manantial secreto de nuestra alma, nuestras palabras y actos dejan la acritud de las aguas salobres y se transforman en caricias de agua dulce.

Abísmate en el silencio y no dejes que malas palabras salgan de tu boca. Ejercitarte en esto es ya una práctica compasiva. Aprenderas el arte de acariciar con tus palabras a quienes esgtán necesitados de amor.

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Nota (1). Lo referido aquí sobre el silencio está inspirado en GERMAIN, Sylvie, Cuatro actos de presencia.

Octubre 2024

Casto Acedo

martes, 8 de octubre de 2024

Compasión, adversidad y cruz (II)


Beneficios de a adversidad

Señalamos algunos beneficios que puede producir en nosotros la adversidad:

a) La cruz (adversidad) purifica

Primeramente purifica el orgullo. Quien vive en cruz o adversidad experimenta la propia debilidad, la impotencia que se siente al abordar dificultades que no se esperaban, con lo cual se aprende que lejos de controlar todo la persona está expuesta a imprevistos que no domina ni controla. Esto es una excelente oportunidad par una buena cura de humildad. Por  el hecho de encontrar problemas a solventar se aprende a no ir por la vida avasallando.

Y purifica también en sentido espiritual profundo. No somos seres independientes sino en relación. La cruz asumida es una forma de cargar con los sufrimientos del mundo del cual formamos parte. Dice san Pablo: “ Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). La adversidad es “penitencial”, en el sentido de que es mortificación, porque da muerte a los apegos, purifica el corazón.

b) La cruz (adversidad) enseña.

La adversidad enseña despejando las claves de la vida. ¿Os imagináis un niño que no encuentre nunca dificultades? ¿Qué habría sido de nosotros si no nos hubieran entrenado para tener la resiliencia necesaria ante situaciones adversas? La cruz como adversidad es maestra de vida.

La adversidad educa y hace crecer en la paciencia y en la tolerancia; nos enseña que el mundo exterior y nuestro mismo interior está siempre en cambio, por la adversidad experimentamos y “sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo”. (Rom 8, 22-23).

Todo eso aprendemos, además de las enseñanzas particulares que podemos extraer de cada adversidad concreta, de cada pelea, de cada choque. Sufriendo se aprende, como Jesús, que “aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hb 8), aprendió a escuchar sin resistencias ególatras la voz del Padre en el Espíritu. La adversidad nos hace más fuertes y más sabios.


c) La cruz (adversidad) nos conecta

Cuando experimentamos el dolor y el sufrimiento éstos nos ayudan a conocer y traer a la memoria los sufrimientos que están viviendo muchas personas; sufren como nosotros, y en un grado mayor que el nuestro. El malestar propio, pues, nos conecta con la experiencia de tantos otros que también sufren. Contemplando su sufrimiento junto al nuestro nos identificamos con ellos y se despierta en nosotros la compasión.

Jesús crucificado, nos dice la Escritura, conecta con los sufrimientos de toda la humanidad, y con sus causas (el pecado), y esa conexión no es indiferente sino eficaz. Jesús, en su sufrimiento, oró por toda la humanidad “llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuimos curados” (1 Pe 2,24). Así pues, nuestra oración y nuestra mortificación en la adversidad nos conecta con los que sufren de un modo también eficaz; cuando yo cargo con el problema de mi hermano y lo descargo de algunos sufrimientos mi amor conecta con él; él puede decir que “mis heridas (sufrimientos, trabajos por él) le sanan”, y yo puedo decir que sus heridas también me sanan a mi, porque el amor que desarrollo atendiéndole es medicina para mi alma. En la adversidad, en la cruz, en el amor compasivo, conectamos con el prójimo y con Dios-crucificado.


d) La cruz (adversidad) nos inspira a hacer grandes cambios

Los grandes avances no se dan de modo lineal ascendente; son más bien el fruto de acciones que siguen el esquema de "acción-error-corrección", "intento-fracaso-corregir-vuelta a intentar". El fracaso, bien mirado, invita a hacer cambios; sobre todo cuando lo que hacemos está inspirado por el deseo de avanzar en la vida espiritual y, más en concreto, en la experiencia de la caridad o compasión sin límites.

Si la actitud frente a la adversidad es buena, si va acompañada de sabiduría, entonces el malestar y el sufrimiento pueden producir cambios importantes en quien la afronta con decisión. El sufrimiento propio pide cambios mentales, ya que la mayoría de ellos son el producto de una mente excesivamente centrada en los bienes materiales. La consideración social (buena reputación), el apego a los bienes materiales (ambición económica) y los pactos con el diablo (acedia, divisiones, tibieza espiritual) suelen ser la causa última de nuestros sufrimientos. Tomar conciencia de esos sufrimientos inútiles y gratuitos nos ayuda a hacer cambios en nuestra vida.


Conclusión

Tomar la cruz, o sea, vivir la compasión y trabajar por erradicar el sufrimiento, no deberíamos considerarlo como un sacrificio personal sino más bien como un medio hábil para crecer y madurar en el camino. No queremos ni buscamos sufrir para ganar algún tipo de mérito. El sufrimiento en sí mismo no es santo, no es sagrado, ni puro ni bueno. Sólo la sabiduría o inteligencia espiritual lo puede encarar y encauzarlo correctamente en beneficio propio y para bien del prójimo.

"El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me. siga", dice Jesús. (Mt 17,24). Es importante tener una percepción del sufrimiento como un reto espiritual insoslayable. Si es de difícil o imposible solución, si no podemos incidir sobre las causas del sufrimiento para erradicarlo, evitemos huir y escapar de la situación dándole la espalda. Abraza la cruz; Dios no te abandona en ella. Lo correcto es seguir trabajando esa dificultad, ese problema, esa adversidad, de manera que nos fortalezca a nosotros y, si podemos, a los demás. A la oscuridad de la noche siempre le sigue la aurora; sólo hay que poner esperanza.

Concluimos el tema con un aforismo un tanto equívoco: “Aunque las personas puedan tolerar solo un poco de felicidad, sí pueden soportar mucha adversidad”. Parece que lo correcto es al revés, lo más lógico es que las personas pueden aguantar un poquito de adversidad y toda la felicidad que se les eches. Sin embargo, en el contexto del tema que estamos trabajando es al revés. Si la frase la aplicamos al desarrollo espiritual podemos entender que un poquito de felicidad tiene mucha probabilidad de distraer a las personas de la práctica de la meditación; sin embargo, la adversidad tiene menos probabilidad de distraer, maravillar, encantar o extasiar la mente.

Las personas inmaduras, infantiles en su desarrollo personal, evitan a toda costa la dificultad. Les da miedo la cruz. Quienes maduran un poco no sólo la toleran sino que la aprovechan como combustible para crecer, aprender, transformar y madurar. Y quienes han logrado una madurez encomiable invitan a meterse y a afrontar las situaciones más adversas y difíciles.

Nuestro avance espiritual se ralentiza porque no reconocemos y rechazamos las oportunidades de dar un paso más adelante. Si queremos avanzar sin límites hemos de procurar salir del banquito, del cojín y de la salita de oración; ir más allá del paseo meditativo donde ves el sol radiante, el arco iris o una mariposa que te inspira ternura y cuidados. La práctica de la compasión va a exigir de ti que te entrenes en sobrellevar con paciencia cada momento y cada situación, especialmente cuando hay personas que te dan un codazo, te ponen la zancadilla o te pegan donde más te duele. En estos momentos adversos, devenidos cruz para el entender de los cristianos, es donde se debe practicar la paciencia, la tolerancia, la bondad, la compasión, el perdón y la misericordia.

Octubre 2024
Casto Acedo

jueves, 19 de septiembre de 2024

Compasión, adversidad y cruz (I)

“El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
El caos y la adversidad

Solemos mirar el caos y la adversidad como una cuestión de mala suerte, algo que sobreviene a quien no tiene buena estrella. Pero se equivoca quien piensa así. La adversidad y el caos forman parte de la realidad de la vida, y como tal es algo esperable. El mundo es imperfecto e impredecible, y en cualquier momento surgen desordenes y contrariedades que nadie busca, pero que forman parte de la existencia. Siempre hay conflictos, siempre hay roces y enfrentamientos, siempre hay problemas.

Todos conocemos el tema de John Lennon “Imagine”, musicalmente excelente, pero con un mensaje equívoco, o incluso engañoso para muchos: 

Imagina que no existe el paraíso,
es fácil si lo intentas;
ningún infierno bajo nosotros, 
por encima de nosotros solo el cielo.

Imagina toda la gente
viviendo el hoy.
Imagina que no hay países.
No es difícil,
nada por que matar o morir

Y ninguna religión tampoco.
Imagina toda la gente
viviendo la vida en paz,

Puedes decir que soy un soñador,
pero no soy el único.
Espero que algún día te unas a nosotros
y el mundo será uno.

Imagina que no existen propiedades.
Me pregunto si puedes hacerlo.
No hay necesidad de codicia o hambre,
una hermandad de la humanidad

Imagina toda la gente
compartiendo todo el mundo.
Puedes decir que soy un soñador...

¿Quién no ha escuchado al guna vez la música de este tema o no ha soñado alguna vez con el mundo que describe? Pero ¿podría existir un mundo así? De hecho podemos decir que ha existido: un mundo sin paraíso ni infierno, sin religión y sin patrias, sin propiedad privada; el paraíso comunista. La misma promesa o similar se encuentra en el capitalismo o  liberalismo económico; dejamos correr el mercado y se acaban los problemas; la ley de la oferta y la demanda regulará las relaciones humanas y todos seremos felices. Pero la realidad es tozuda y se resiste a ser moldeada por los idealismos.


No imagines, contempla.

La letra de Imagine deja ver un anhelo justo, pero que por su falta de realismo puede conducir al sometimiento a una utopía alienante. 

En una situación o mundo adversos, ¿qué pensar? ¿qué camino seguir? Digamos de principio que no es conveniente huir de la realidad dolorosa imaginando un paraiso inexistente. Es mejor contemplar la realidad tal cual es, aceptarla y buscar el modo de actuar sobre ella. Dejar la imaginacióna un lado, que es un ejercicio del intelecto, y trabajar la propia vida en un ejercicio de la voluntad que se decide a amar de veras, con obras.

En la Sagrada Escritura (Ef 2,13-19) encontramos un canto sobre la paz y la unidad más sólido y realista que el que parece desprenderse del tema de John Lennon. Dice así:

Gracias a Cristo Jesús, 
los que un tiempo estabais lejos
estáis cerca por la sangre de Cristo.

Él es nuestra paz:
el que de los d
os pueblos ha hecho uno,
derribando en su cuerpo de carne
el muro que los separaba: la enemistad.

Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos,
para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo,
haciendo las paces.

Reconcilió con Dios a los dos,
uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz,
dando muerte, en él, a la hostilidad.

Vino a anunciar la paz:
paz a vosotros los de lejos,
paz también a los de cerca.

Así, unos y otros, podemos acercamos al Padre.
por medio de él en un mismo Espíritu.

También aquí se habla de un mundo en paz, donde todos viven en una misma casa. Pero no es un sueño sino una realidad hecha posible con la venida de Jesús de Nazaret. Por Él "estais cerca los que antes estábais lejos". No es un sueño intangible el que trae la paz sino la realidad palpable de la entrega generosa de Uno que ha amado hasta el extremo. “Hizo la paz derribando en su cuerpo el muro que separaba: la enemistad”,  eliminando a la enemistad, no al enemigo.

Al decir Jesús que quien quiera seguirle ha de tomar su cruz (Mt 16,24) no está refiriéndose a posibles dificultades concretas que se añaden a lu vida; la cruz hace referencia más bien a la vida misma como realidad sin sacrificios añadidos. Ser discípulo es abrazar la propia vida en lo que tiene de gloria, y también en lo que tiene de cruz. Y si Jesús, “cargando él mismo con la cruz” (Jn 19,17), aceptando y asumiendo lo que teiene de sufrimiento la realidad,  redime (salva, sana) al mundo, lo más natural es que sus discípulos aprendan a aceptar la realidad y a vivirla como camino de liberación.

No cabe duda de que la cruz es algo valioso. Pero no por su dolor, más bien por lo que en ella hay de amor. Cuando el catecismo define la cruz como “la señal del cristiano” no está proclamando que ser cristiano sea vivir bajo el peso del dolor y el sufrimiento. No. Está diciendo que el camino del evangelio no es un sueño idílico, una utopía irreal, sino un camino donde el amor de Dios se cruza con la maldad que genera el sufrimiento ya aprende a vivir sobre él y no sometida bajo él. 

En el misterio de la cruz se puede contemplar el amor compasivo de Dios y el odio destructivo de la humanidad. En la cruz, el mal provoca a Jesús infligiéndole un  sufrimiento extremo, incitándole con ello al odio a fin de inclinarle a renegar del Padre. El odio y el amor, la violencia ("crucifícalo!", Jn 19,6) y la compasión amorosa ("perdónalos" Lc 23,34) confluyen en la cruz. 

Las Sagradas Escrituras iluminan el drama de la cruz con el triunfo del bien: "no está aquí, (en el sepulcro), ha resucitado" (Mc 16,6), “la victoria es de nuestro Dios” (cf Ap 7,10). El mal no ha podido con el bien en el campo de batalla de la vida.

El mal que me sale al paso forma parte de la cruz que debo abrazar; y no por  masoquismo sino por amor;  en la cruz no amo el mal y el dolor sino la oportunidad de superarme en la práctica del amor compasivo; no abrazo la cruz como rendición sino como disponibilidad para la lucha. El sentido o finalidad de la vida consiste en trabajar-luchar con amor compasivo para liberarme del mal y liberar, como hizo Jesús, a todos “los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38), príncipe del odio que divide. La liberación viene por la práctica del amor compasivo. Y entre aquellos a quienes hay que amar  no sólo están los que sufren la maldad de otros; también los que la provocan.

Si miras con ojos de fe a Jesús en la Cruz puedes observar cómo en ella confluye toda la vida y la misión de Jesús verás; verás que muere "por nosotros", expresión  que tiene un doble significado: 

a)  "por nosotros" en el sentido de que nuestro odio le llevó a la cruz. Muere porque (debido a que) nosotros le matamos; y 

a) "por nosotros", para nuestra salvación; para liberar a los que sufren las consecuencias del odio del mundo; y entre los liberados estan los mismos que le crucifican. 

La cruz muestra en el primer sentido la confluencia en ella del mal del mundo asumido por Jesús (“no se puede redimir lo que se asume”, dice san Ireneo), y en el segundo sentido (a favor nuestro) deja ver la presencia del sumo bien, que es Dios mismo, cuya compasión y misericordia infinitas transforman la realidad del mal y el sufrimiento en bondad y gloria. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, dirá san Pablo (Rm 5,20). Meditaremos más adelante sobre esto, porque aquí está la clave para entender el amor compasivo extremo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt 5,44).


¿Cómo entender y actuar ante la cruz?

¿Cómo afrontamos nosotros la cruz? Tras la breve introducción teológica, saquemos consecuencias para nuestro camino espiritual. 

La primera enseñanza que extraemos es que la adversidad de la cruz, que a los ojos de los paganos es una maldición divina o un producto del karma (?), para nosotros es una oportunidad de crecimiento y redención.

El mal es un misterio. Nunca podrás encontrar una explicación lógica acerca de él. Pero sí que puedes hallar en la contemplación de Jesús la respuesta que debes dar a la adversidad del mal cuando se presenta en ti mismo o en los otros. Toda su vida la pasó Jesús luchando contra el mal. Y lo hizo de un modo totalmente amoroso; su prioridad estuvo siempre en procurar el bienestar del prójimo olvidándose o pasando a segundo plano sus propios psufrimientos o necesidades. Podemos decir, pues que Jesús es “compasión de Dios encarnada”. “Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a se: justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21).

La adversidad o cruz es valiosa por lo que supone de oportunidad para el crecimiento espiritual. Como ya apuntamos, querámoslo o no siempre hay conflictos, roces, problemas. Siempre hay cruz. Cuando llegan los problemas, esas dificultades que tenemos que afrontar sí o sí, debemos valorarlos como algo valioso, debemos reconocer en ellos el valor que aportan a nuestro crecimiento espiritual, no necesariamente a nuestra comodidad sino a nuestro despertar a una vida de más hondura interior.

Cuando viene a ti la cruz deja a un lado la pregunta “¿por qué me está pasando esto, o a otros le está pasando esto?”; es esta una pregunta inútil porque, tal como hemos dicho, no tiene respuesta lógica. Aplica el modo que tuvo Jesús a la hora de afrontar el dolor y el sufrimiento humano. Jesús  no mira hacia atrás preguntando; ¿por qué ha surgido esto?, sino que se dice: ¿qué puedo hacer?. En lugar de huir de la realidad buscando explicaciones  lo primero que debemos hacer es actuar para erradicar  los problemas o las dificultades, porque si no lo hacemos de esa manera cada vez seremos más sensibles o más débiles, y nos pueden dañar o afectar con más facilidad. 

Es verdad que debemos buscar las causas del dolor y el  los sufrimiento, desenmascarar las estructuras que conducen a él; pero lo más urgente no es hacer proyectos y planes sino obrar directamente. A la madre Teresa de Calcuta le echaban en cara que recogía a pobres y moribundos pero no denunciaba las causas de la pobreza; ella respondió: "mientra ustedes discuten y buscan soluciones políticas y estructurales yo iré atendiendo a los que mueren hoy,  porque a estos no les va a alcanzar la ayuda de ustedes". Ciertamente. hay que eliminar la raíz del mal, prevernir el cáncer, pero mientras llega la medicina ¿qué hacemos con los enfermos? Amor compasivo en acto. Lo primero es lo primero; esto hay que hacer, pero sin olvidar aquello. Parangonando el refrány conánimo de nos dejarnos educir por cantos de sirena: obras son amores y no buenas "canciones". 

Septiembre 2024
Casto Acedo.