martes, 25 de febrero de 2025

La compasión en hervor


Cuando los hermanos de José vieron que había muerto su padre, se dijeron: «A ver si José nos guarda rencor y quiere pagarnos todo el mal que le hicimos». Y mandaron decir a José: ...Perdona a tus hermanos su crimen y su pecado y el mal que te hicieron. ... ». José al oírlo se echó a llorar. ... «No temáis, ¿soy yo acaso Dios? Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar vida a un pueblo numeroso, como hoy somos. Por tanto, no temáis; yo os mantendré a vosotros y a vuestros hijos». Y los consoló hablándoles al corazón” (Gn 50,15-21).
*
Podríamos titular este tema como Mantenernos a flote en aguas turbulentas, o recurriendo a un título más bíblico: Abundar en gracia cuando aprieta el pecado (cf Rm 5,20). Lo titulamos La compasión en hervor,  porque me parece un buen resumen. No somos perfectos y tendemos al juicio y la condena, especialmente cuando nos hierve la sangre a causa de circunstancias o apreciaciones más o menos explícitas que nos están humillando. 

El texto del Génesis, que se enmarca en la historia de José (cf Gn 39-50), con el cual hemos abierto este tema nos sirve de introducción en clave bíblica. José, ministro del Faraón en Egipto, hace una lectura sorprendente por insólita de la maldad con la que actuaron sus hermanos cuando le vendieron por envidia a unos mercaderes:  «Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios.  Pero ahora no os preocupéis, ni os pese el haberme vendido aquí, pues para preservar la vida me envió Dios delante de vosotros" (Gn 43,4-5). El texto da a entender que el milagro de la compasión se da cuando se supera la lógica mundana de la venganza. "Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar vida a un pueblo numeroso, como hoy somos. Por tanto, no temáis" (Gn 50,20-21).

Con la fuerza de la compasión y el perdón Dios saca el bien del mal; del daño hecho a José saca la salvación de toda la familia de Jacob, el pueblo de Israel. Sólo se necesitó que José pusiera misericordia donde la lógica mundana esperaba venganza. Es todo un adelanto de lo que da a entender Jesús tras la resurrección: vosotros me condenasteis y me llevasteis a la muerte en cruz, "¿no era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?".(Lc 24,26). "Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él." (1 Jn 4,9). "Sus heridas nos han curado” (Is 53, 5). Gran paradoja: Dios saca vida de la misma muerte; el amor compasivo de Dios es más fuerte que el odio del mundo (cf Cant 8,6; Hch 2,36). Ahí tenemos el camino.

* * *

No es bueno alegrarse del mal ajeno

Es fácil sentir compasión hacia personas apreciadas o queridas, pero no lo es tanto cuando se trata de compadecer a quienes han provocado en nosotros rechazo o enfado. La actitud lógica ante los sufrimientos del enemigo suele ser la indiferencia o el deseo de mal. Anda ya, ¡que le zurzan!, oímos decir a muchos cuando pasa un mal momento aquel que lo hizo pasar a ellos o no se ocupó de ayudarles cuando lo esperaban. Quien adopta esta actitud ni sana al prójimo ni se beneficia él mismo. En el juego del odio y del desprecio todos salen perdiendo

Es importante detenernos a mirar, meditar y corregir nuestra tendencia a ignorar, o incluso desear maliciosamente, que quienes identificamos como enemigos o antagonistas sufran las penas que consideramos merecen por sus pecados. Mucho daño nos hacemos a nosotros mismos cuando nos sale la vena justiciera. Esta vena contradice totalmente la sabiduría divina que en el Nuevo Testamento enseña que el amor genuino “no se alegra de la injusticia” (1 Cor 13,a). Ya el Antiguo Testamento decía: "No te regocijes cuando caiga tu enemigo, y no se alegre tu corazón cuando tropiece” (Prov 24,7)

¿Por qué no es buena la actitud o deseo de mal para quien es malvado o  consideramos como tal? Primeramente porque cualquier modo de odio o desprecio del prójimo es irreconciliable con nuestra naturaleza original de hijos de Dios creados a su imagen y semejanza (Gn 1,26). Por creación somos bondad, amor, luz, perdón; y esta naturaleza tiene un potencial infinito que queda mermado a causa de la seducción del mal y la aparición del ego (pecado original) que nos aleja tanto de Dios como de nosotros mismos.

La naturaleza prístina o pura de la persona queda manchada cuando se deja llevar por el odio o el desprecio; queda herida pero no muerta. Adán, por su des-obediencia (no-audiencia de la sabiduría de Dios) pierde la semejanza con Dios, pero al decir de algunos santos padres de la Iglesia,  no pierde su imagen; sigue siendo bueno, capaz de abrirse a la verdad y capaz de amar. Con la ayuda de la gracia puede bucear en su interioridad e ir sacando del baúl de sus entrañas lo que hay en él de divino aplicando el bálsamo del perdón cuando todo invita al odio.


¿En qué nivel de satisfacción 
nos encontramos nosotros y los demás?

Nos pasamos la vida intentando vivir en un estado de felicidad y regocijo perenne. Algo nos dice que podemos vivir del mismo modo que Adán antes de que el paraíso perdido oscureciera la lucidez de su alma; y anhelamos ese estado. Es connatural a la humanidad la nostalgia de un Dios que sigue atrayendo e invitando a las criaturas a la perfección, hacia eso que las religiones orientales llaman iluminación y la cristiana conversión o regreso a la casa del Padre (regreso al estado original del ser). 

En la parábola del hijo pródigo, el reencuentro de éste con el Padre es un momento de retorno a la satisfacción, al gozo y la paz de que gozaba antes de marcharse y de la que no había sido consciente: “Cuántos jornaleros de mi padre -dice el hijo menor- tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre,” (Lc 15,17-18). Anheló el estado primero y confíó en no  hallaría cerrada la puerta a su regreso. 

¡Qué lejos del concepto de Dios como juez justiciero inmisericorde que parece tener el hijo mayor de la misma parábola! Éste sufre de envidia por la bondad del padre y de celos a causa del hermano: "... cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado” (v.30). El rencor le aleja del padre y del hermano; la expresión despectiva "ese hijo tuyo" es toda una declaración de condena.

Muy a menudo buscamos la satisfacción ahí fuera, en el mundo; y en la medida en que nos obsesiona lo externo nos alejamos del estado interno de felicidad genuina; fuera de nosotros vivimos como mucho en simulacro de felicidad, con un grado muy escaso de satisfacción, vviendo entre los cerdos, alejados de la alegría y el gozo del amor divino. Estos “simulacros de felicidad” que nos vienen del mundo actúan en el alma generando un continuo mental de conceptos y emociones tóxicas que contaminan la pureza y transparencia de nuestra alma. Cuando nos vivimos desde la exterioridad, las relaciones altruistas corren el riesgo de empañarse porque se vive en la obsesión de ser valorados y estimados; y las gafas del egoísmo impiden ver y alcanzar la verdadera sabiduría, esa que solo se alcanza con una mirada inocente y abierta a lo universal. Nuestras facultades cognitivas y afectivas quedan deterioradas cuando nuestro amor es posesivo, estrecho, egocéntrico y cerrado al diálogo.

Cuanto más nos colocamos en el centro de todo (egocentrismo) más se darán las circunstancias internas pra sentirnos ofendidos, marginados o humillados, y más expuestos estaremos al hervor del corazón que nos impedirá  discernir, decidir y actuar con amor. Con las entrrañas revueltas se tiende a perder la advertencia amorosa a  Dios y al prójimo, y acabaremos odiando y haciéndonos daño a nosotros mismos; porque quien siembra vientos, cosecha tempestades. 

En resumen: mientras más energía gastemos dedicándonos a buscar la satisfacción, el bienestar o la felicidad fuera de nosotros, más aumentará nuestro nivel de insatisfacción y  desajustes que impedirán estar en armonía con quienes somos realmente (hijos de Dios, amor, bondad, paz). Y esto debe ser tenido en cuenta a la hora de analizar la propia vida. Y, como veremos en el siguiente apartado,  también lo tendremos en cuenta de cara a evaluar las vidas ajenas. Desde unas vidas obsesionadas por el poder, el dinero y el éxito, parece comprensible que haya quienes se  muestren despreciadores o violentos con los demás. 

¿En qué situación viven 
quienes molestan o agreden a los demás?

Un principio importante a tener en cuenta: el malvado es más una víctima que un verdugo, es más un sufridor que un malhechor. Esto es importante tenerlo en cuenta porque la tendencia habitual es la de ver en él a un culpable; y con facilidad tendemos a considerar que el  malvado al que juzgamos inmisericordemente practica su maldad con plena conciencia de ella y es por ello el origen de mis problemas, de mi dolor, de mis sufrimientos y, en definitiva, de mi insatisfacción vital.

Mirado desde Dios es más realista, beneficioso y justo considerar al agresor más como una  tormenta que como una flecha dirigida conscientemente hacia nosotros. Una tormenta no se da sin la confluencia de muchos factores: presión atmosférica, humedad, diferencias de temperatura a ras de tierra y en la altura que generan corrientes de aire y vientos adecuados para que se origine un ciclón, etc... La confluencia de múltiples factores puede dar paso a la tormenta perfecta con nefastas consecuencias para las cosechas, las viviendas, las embarcaciones, las comunicaciones,  etc. No hay un factor concreto y directo que provoque el daño sino la confluencia de factores. Del mismo modo, quien desata su odio o su ira contra otros suelen ser personas en las que confluyen una serie de circunstancias que generan su agresividad. Normalmente son factores ajenos a su elección y en gran medida inconscientes, fruto de las propias frustraciones, que no dejan pensar ni discernir con claridad lo que se está viviendo y por qué se está reaccionando de tal o cual modo. Visto desde aquí no hay  personas tóxicas; sólo es o puede ser tóxica la confluencia de ingredientes perturbadores que vician las relaciones.


Agresor inconsciente y agresor consciente

Podemos advertir que, de hecho, se puede dar una agresividad inconsciente y otra más consciente. La primera es cuando una persona daña a otra, pero con un daño colateral. La intención no era causar daño, sino beneficiarse. Por ejemplo: robar; no quieres hacer  daño a nadie, simplemente quieres poseer algo nuevo; o, más simple, nos apuntamos el éxito del trabajo que ha hecho otra persona; no quiero desprestigiar a nadie, pero de manera egocéntrica y torpe, exagero mi participación en un proyecto exitoso en el que no he llegado a poner ni el diez por ciento; prácticamente todo el trabajo lo hizo otro, pero la inconsciencia de mi egolatría me lleva a atribuirme todo el mérito.

Pero lo verdaderamente grave y dañino es causar daño intencionadamente. Quien busca conscientemente dañar buscando la propia felicidad está sometido a la esclavitud de la ignorancia espiritual. Nadie está más lejos de la felicidad que quien la busca a la sonmbra del sufrimiento de otra persona. Esto no necesita de muchos argumentos para explicarlo, porque no hay manera de argumentar racionalmente cómo tú puedes ser feliz si alguien sufre; cómo puedes tener ventaja robándole el puesto a otra persona, cómo puedes sentir satisfacción por la buena marcha de tus negocios si los haces dañando conscientemente a la competencia. No se puede extraer directamente la felicidad del sufrimiento del otro.

Pongamos un caso típico. Cuando alguien comete un crimen los familiares o amigos piden justicia. Y por tal justicia unos entienden que el criminal sea castigado, y otros que el criminal sea encarcelado para proteger a las personas del daño que el reo pudiera hacer en el futuro. Son dos cosas muy diferentes. En el primer caso se trata de querer que alguien que ha hecho algo malo sufra siendo castigado. Y eso ese deseo es algo que daña al alma. Sembrar odio en el corazón es cultivar espinas y abrojos que no pueden dar frutos buenos. ¿Qué haría Jesús? ¿Condenó a la mujer adúltera o sólo su pecado? “Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8,11), ¿deseó Jesús el mal a los agresores o se compadeció de ellos a causa de su ignorancia?: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

Sea intencional o no, los daños que una persona hace son señales que apuntan a que dicha persona merece compasión por el hecho de estar obsesionada consigo misma. En el primer caso que citábamos la persona puede ser digna de compasión por estar viviendo de una manera torpe, víctima de un egocentrismo incosciente que le hace sufrir día tras día. En el segundo caso, cuando alguien desea conscientemente que otras personas sufran, no hay duda de que estamos ante alguien que está sufriendo mucho por la paranoia que padece, y necesita más de nuestra compasión. Una compasión que no significa que debamos apoyarla para que tenga más ventaja en el mundo; tampoco que hayan hecho más méritos para merecer la compasión; significa que esa persona padece una enfermedad grave, y que, por tanto merece que deseemos que se libere de ese mal o enfermedad, del sufrimiento que comporta y de las causas que lo producen. 

Tal vez, a nivel práctico, se pueda ayudar a quien es violento y ha hecho gala de ello. Puede que lo mejor es que esa persona sea privada de libertad física en una cárcel, o que reciba terapia de rehabilitación en un centro de ayuda a fin de que no pueda dañar a nadie más en el futuro. En cada caso concreto la compasión la podemos ejercer jugando con las circunsgtancias concretas y las posibilidades de actuación. 

*

Reflexionemos sobre esto. Aprendamos a tener una mirada compasiva sobre quien consideramos malvado y cuyas acciones percibimos como premeditadas y a propósito. Se trata de "amar en hervor", superar el instinto y patrón conductual de agresividad automática  contra quien percibo se me acerca en actitud agresiva; calmar el hervor explosivo de mi alma, pacificar mi corazón en momentos propicios para el acaloramiento. Aprende ahí a sacar agua del lodo que patrones de conducta violentos acumulan. 

Piensa: quizá esa persona que te amenaza sólo está viviendo los efectos de una tormenta perfecta, de unas circunstancias extremadamente difíciles en su vida, y, por las casualidades del destino choca con nosotros que nos lo tomamos como algo personal. ¿Nos molestamos y nos ofendemos por una tormenta? Tampoco deberíamos enfadarnos con una persona atormentada por sus miedos, sus inseguridades o sus emociones. No nos precipitemos en nuestros juicios; démosle al amor compasivo la oportunidad de desarrollar sus potencialidades ayudando a quien no parece merecer nuestra compasión.

Febrero 2025
C. A.