domingo, 20 de octubre de 2024

Malas palabras no salgan de tu boca.

 


"Quien no falta en el hablar es un hombre perfecto, capaz de controlar también todo su cuerpo. A los caballos les metemos el freno en la boca para que ellos nos obedezcan, y así dirigimos a todo el animal. Fijaos también que los barcos, siendo tan grandes e impulsados por vientos tan recios, se dirigen con un timón pequeñísimo por donde el piloto quiere navegar. Lo mismo pasa con la lengua: es un órgano pequeño, pero alardea de grandezas.

Mirad, una chispa insignificante puede incendiar todo un bosque. También la lengua es fuego, un mundo de iniquidad; entre nuestros miembros, la lengua es la que contamina a la persona entera y va quemando el curso de la existencia, pero ella es quemada, a su vez, por la gehenna. Pues toda clase de fieras y pájaros, de reptiles y bestias marinas pueden ser domadas y de hecho lo han sido por el hombre. En cambio, la lengua nadie puede domarla, es un mal inalcanzable cargado de veneno mortal. Con ella bendecimos al Señor y Padre, con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios. De la misma boca sale bendición y maldición. Eso no puede ser así, hermanos míos. ¿Acaso da una fuente agua dulce y amarga por el mismo caño? ¿Es que puede una higuera, hermanos míos, dar aceitunas o una parra higos? Pues tampoco un manantial salobre puede dar agua dulce". (Sant 3, 2-12).

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“Malas palabras no salgan de tu boca”

Nadie puede estar comprometido en la tarea de practicar el amor compasivo si su lengua gusta de herir a otros. En mayor o menor dosis todos estamos inclinados por nuestra condición pecadora  a ser crueles, a veces no nos atrevemos a serlo con los hechos, pero con las palabras nos es más fácil degradar y herir a otras personas, ya sea directamente o indirectamente comentando por detrás.

La falta en esto no sólo es cuestión de palabras. Más importante que las palabras es a veces el tono que empleamos en ellas, y aún más nuestros gestos corporales; especialmente los faciales, la cara y la mirada. Comunicamos con todo ello. Sabemos que a veces verbalmente se dicen cosas aparentemente inocentes, pero el tono irónico o de desprecio las cargan de crueldad.

Prestemos atención a todo esto, porque los demás suelen ser más inteligentes de lo que pensamos y no se fijan solo en lo que decimos sino que saben leer el tono, la mirada, el gesto, la circunstancia en que comunicamos algo.  Por muy diplomáticos que seamos las personas con quienes compartimos algo son capaces de percibir la intención de fondo con mayor o menor grado según su sensibilidad.

Por tanto, en este tema no pretendemos dar una lección acerca del uso de un vocabulario correcto, aunque es importante ya que las palabras tienen su peso propio, sino quer queremos educarnos espiritualmente de tal modo que no haya dentro de nosotros sensación alguna de querer rebajar a alguien, molestarle o presionarle con nuestras palabras. Tarea no fácil, tal como podemos deducir del texto de la carta de Santiago que introduce nuestro tema.

El apóstol en su carta da mucho que pensar. Sus afirmaciones son determinantes:  el bien hablar deja ver la perfección espiritual; domar la lengua es como controlar el timón de la barca de la vida; una mala palabra puede incendiarlo todo generando división y guerra; una lengua descarriada es un veneno mortal; del mismo modo que una fuente no puede dar agua dulce y amarga, una boca que maldice echando veneno en sus palabras no puede bendecir; “de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6,45);  no se puede dar lo que no se tiene, como de “un manantial salobre no se espera agua dulce”; un corazón duro reparte palabras duras, por mucho que intente disimularlo terminará por sacar lo que tiene dentro; y si no hay bondad y compasión no las podrá dar.


Que tus palabras sean una caricia


También san Pablo aconseja el control de la lengua: “Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen” (Ef 4,29). Procura, por tanto, no recriminar a nadie; que tus palabras sean una caricia. Para ello lo primero que has de hacer es suavizar tu interioridad. Y esta labor has de comenzarla cuidando de no recriminarte a ti mismo de forma devastadora.

A menudo somos duros con los demás porque somos duros con nosotros mismos. Nos exigimos una perfección inalcanzable y nos volvemos contra nosotros al no lograr nuestro objetivo. Al vernos frustrados nos volvemos contra los demás, como si fueran la causa de nuestra desdicha. ¡Olvídate de perfecciones! Mírate con humildad. Nadie es perfecto, sólo Dios lo es (cf Lc 18,19). “La lengua -dice la carta de Santiago- nadie puede domarla”, y no es una invitación a dejarla a su libre albedrío, sino una manera de poner ante ti la necesidad de trabajar el silencio necesario para que el Espíritu de Dios tome las riendas de tu boca.

Por tanto, no seas duro contigo mismo; pero sé transparente. Cuando tu conducta sea dañina reconoce que un mal espíritu te domina; pero no identifiques esa conducta con tu ser; no digas “mi conducta fue dañina, luego yo soy malo”. No te identifiques con el mal que practicas; si lo haces te quedas atrapado en la idea de que eres malo, que no puedes, que es imposible salir del pozo oscuro en que vives. Tú eres bueno, porque Dios te hizo a su imagen; tus obras no son tu ser; por tanto, puedes trabajar tu lengua a fin de que sea portadora de bendiciones para ti y para tu prójimo.

Hablar con suavidad y amor es posible si lo haces desde lo más profundo de tí, desde el lugar donde habita el Espíritu en tu espíritu. 



Cuidar el silencio (1)

“Quien mucho habla no escapa al pecado, y quien frena los labios es prudente” (Prov 10,19). ¡Qué difícil es en nuestra cultura del ruido resignarse a cerrar la boca. Cuando en una conversación animada sobreviene un espacio de silencio solemos romperlo diciendo: ha pasado un ángel. Es una expresión que quiere sacarnos de la situación de malestar que nos produce el agotamiento de las palabras. Da la sensación de que ese silencio que se produce entre las personas pudiera ser portador de un peligro. Sin embargo el peligro está más en la palabra cuando se desborda y se pervierte. ¿No es eso lo que denuncia la carta de Santiago?

No siempre son ángeles buenos los que circulan por nuestras palabras;  también se deslizan en  ellas  “demonios” como los de la ira, la soberbia, la envidia  y la maledicencia, la mentira, el halago o la cólera, el desprecio o la indiferencia.

Desconfiamos tanto del silencio que por eso nos las ingeniamos para llenarlo de todo tipo de ruidos, incluido el lenguaje de la mera palabrería. ¿Por qué?  Porque sentimos que el silencio alberga un poder singular, inquietante, el de desvelarnos a nosotros mismos y a los demás en nuestra fragilidad. Nos escondemos en fárragos de palabras, en discursos vacuos, en juicios verbales, críticas y difamaciones que la más de las veces no pretenden sino ocultar el miedo a entrar en lo más íntimo de uno mismo. Como el hombre y la mujer en el Edén se taparon con hojas de parra en cuanto tomaron conciencia de su desnudez: del corazón y del espíritu, así corremos nosotros a tapar con palabrería y ruidos la vergonzosa deficiencia de nuestra interioridad.

El silencio, efectivamente, nos despoja, nos “simplifica”, nos ilumina furtivamente desde el interior y nos reconduce a sentir únicamente a nuestro aliento, y el de los demás, el de nuestros interlocutores, a quienes la eclosión de un silencio imprevisto pone igualmente al desnudo.

El aliento es expresión pura de vida, signo a la vez delicado y perturbador de la presencia de un Ser vivo; la respiración, que se manifiesta en la linde de lo material y lo inmaterial, es el eco sutil del Aliento divino, que es su fuente. Así lo expresa un poeta muy conocido:

Respiración oh tú, invisible poema,

puro, incesante intercambio

de nuestro ser y los espacios. Contrapeso

en el que rítmicamente me cumplo.

(R. M. Rilke, Sonetos a Orfeo)

 

Dios es el aliento, la voz de silencio que se reveló a Elías en el monte Horeb. No estaba Dios en el viento impetuoso, ni en el terremoto; tampoco en el fuego devorador; Dios estaba en el susurro ligero (cf 1 Re 19, 11-13). Elías estaba estresado; abrumado por los tumultos de pensamientos y miedos debido a la persecución que sufría por parte de la  reina Jezabel; había mostrado un "celo ardiente” por su Señor matando a los profetas de Baal, protegidos por la reina, y concibe y venera a Dios como “Dios de los poderes”; y ahora no se le manifiesta en el poder sino en la delicadeza y suavidad de un susurro.

El susurro del viento desmonta la imagen de Dios terrible que Elías había tenido hasta entonces; el silencio y caricia de la brisa le abre a un conocimiento nuevo de Dios.



Jesús y el silencio

Jesús habló mucho. Sus palabras las recogen los evangelios. No son palabras superficiales sino profundas, palabras maduradas en la escucha y el silencio de las comunidades; maduradas en un silencio orante y que han de ser escuchadas en el mismo silencio en que fueron escritas.

Pero de Jesús más que lo que habló fué lo que calló; de principio vive treinta años en lo oculto, escuchando, contemplando. Y en el curso de su vida pública se retiraba a lugares apartados para orar al Padre, para hacer silencio y dar a a sus oyentes la oportunidad de que las palabras que había pronunciado fueran asimiladas, para dar tiempo a que los suyos pudieran entender los secretos del Reino de los cielos. Un pasaje en el que se muestra bien la pedagogía del silencio que usaba Jesús, lo tenemos en el episodio de la mujer adúltera (cf Jn 8,1.11).

Cargados con palabras de odio y de furia los maestros de la ley y los fariseos le traen a una mujer sorprendida en flagrante adulterio. Podemos imaginar el ruido, el barullo, los insultos y descalificaciones dirigidas hacia la adúltera; palabras que piden sangre, gritos que claman castigo y venganza. El ambiente no es precisamente de silencio, sino de  recriminación a la mujer y de reto a Jesús: “tú, que te crees justo y dices que cumples la ley, a quien tantos consideran misericordioso, ¿crees que hay que apedrear a esta mujer según está escrito en la ley de Moisés?”. 

Frente a los autoproclamados jueces que han ido a desafiarlo, Jesús  calla, se inclina, se “ausenta” frente a las miradas que esperan sólo una palabra o un gesto de desafío para estallar en violencia. Jesús, mediante una actitud de sosiego, de retirada, ofrece a cada uno la posibilidad de salirse al menos un instante del rebaño de “bienpensantes” dispuestos a matar con plena buena conciencia; y serenamente y con suavidad hace que cadea uno de los presentes se vuelvan a sí mismos y se trasnsformen en  individuos responsables de sus palabras y de sus actos. Se palpa el silencio que conduce a la introspección mientras “se puso a escribir en el suelo”. Y es el silencio provocado por su silencio el que prepara el terreno para la sentencia que pronuncia: “Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra”. “Después se inclinó de nuevo y siguió escribiendo”

Las palabras de Jesús vibran aquí “con” el silencio que las ha provocado, y “en” el silencio que se ha deslizado entre ellos, contra su voluntad. En cuanto a la mujer acusada y condenada de antemano y de pronto liberada, se mantiene al final del encuentro un ambiente de silencio y de paz. “Puedes irte; no vuelvas a pecar”.

“Ha pasado un ángel”, el ángel del silencio, un soplo del Espíritu que lo cambia todo. El silencio es el tiempo y el espacio que nos permite entrar dentro y serenar los ánimos, tiempo para permitir que sea la conciencia profunda de nuestro ser la que determine nuestras palabras. Conviene, pues, practicar el silencio meditativo, no tanto como una disciplina ascética cuanto como un modo de entrar en el misterio de lo que somos: paz, luz, amor, silencio.  Cuando abrazamos en el silencio el manantial secreto de nuestra alma, nuestras palabras y actos dejan la acritud de las aguas salobres y se transforman en caricias de agua dulce.

Abísmate en el silencio y no dejes que malas palabras salgan de tu boca. Ejercitarte en esto es ya una práctica compasiva. Aprenderas el arte de acariciar con tus palabras a quienes esgtán necesitados de amor.

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Nota (1). Lo referido aquí sobre el silencio está inspirado en GERMAIN, Sylvie, Cuatro actos de presencia.

Octubre 2024

Casto Acedo

martes, 8 de octubre de 2024

Compasión, adversidad y cruz (II)


Beneficios de a adversidad

Señalamos algunos beneficios que puede producir en nosotros la adversidad:

a) La cruz (adversidad) purifica

Primeramente purifica el orgullo. Quien vive en cruz o adversidad experimenta la propia debilidad, la impotencia que se siente al abordar dificultades que no se esperaban, con lo cual se aprende que lejos de controlar todo la persona está expuesta a imprevistos que no domina ni controla. Esto es una excelente oportunidad par una buena cura de humildad. Por  el hecho de encontrar problemas a solventar se aprende a no ir por la vida avasallando.

Y purifica también en sentido espiritual profundo. No somos seres independientes sino en relación. La cruz asumida es una forma de cargar con los sufrimientos del mundo del cual formamos parte. Dice san Pablo: “ Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). La adversidad es “penitencial”, en el sentido de que es mortificación, porque da muerte a los apegos, purifica el corazón.

b) La cruz (adversidad) enseña.

La adversidad enseña despejando las claves de la vida. ¿Os imagináis un niño que no encuentre nunca dificultades? ¿Qué habría sido de nosotros si no nos hubieran entrenado para tener la resiliencia necesaria ante situaciones adversas? La cruz como adversidad es maestra de vida.

La adversidad educa y hace crecer en la paciencia y en la tolerancia; nos enseña que el mundo exterior y nuestro mismo interior está siempre en cambio, por la adversidad experimentamos y “sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo”. (Rom 8, 22-23).

Todo eso aprendemos, además de las enseñanzas particulares que podemos extraer de cada adversidad concreta, de cada pelea, de cada choque. Sufriendo se aprende, como Jesús, que “aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hb 8), aprendió a escuchar sin resistencias ególatras la voz del Padre en el Espíritu. La adversidad nos hace más fuertes y más sabios.


c) La cruz (adversidad) nos conecta

Cuando experimentamos el dolor y el sufrimiento éstos nos ayudan a conocer y traer a la memoria los sufrimientos que están viviendo muchas personas; sufren como nosotros, y en un grado mayor que el nuestro. El malestar propio, pues, nos conecta con la experiencia de tantos otros que también sufren. Contemplando su sufrimiento junto al nuestro nos identificamos con ellos y se despierta en nosotros la compasión.

Jesús crucificado, nos dice la Escritura, conecta con los sufrimientos de toda la humanidad, y con sus causas (el pecado), y esa conexión no es indiferente sino eficaz. Jesús, en su sufrimiento, oró por toda la humanidad “llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuimos curados” (1 Pe 2,24). Así pues, nuestra oración y nuestra mortificación en la adversidad nos conecta con los que sufren de un modo también eficaz; cuando yo cargo con el problema de mi hermano y lo descargo de algunos sufrimientos mi amor conecta con él; él puede decir que “mis heridas (sufrimientos, trabajos por él) le sanan”, y yo puedo decir que sus heridas también me sanan a mi, porque el amor que desarrollo atendiéndole es medicina para mi alma. En la adversidad, en la cruz, en el amor compasivo, conectamos con el prójimo y con Dios-crucificado.


d) La cruz (adversidad) nos inspira a hacer grandes cambios

Los grandes avances no se dan de modo lineal ascendente; son más bien el fruto de acciones que siguen el esquema de "acción-error-corrección", "intento-fracaso-corregir-vuelta a intentar". El fracaso, bien mirado, invita a hacer cambios; sobre todo cuando lo que hacemos está inspirado por el deseo de avanzar en la vida espiritual y, más en concreto, en la experiencia de la caridad o compasión sin límites.

Si la actitud frente a la adversidad es buena, si va acompañada de sabiduría, entonces el malestar y el sufrimiento pueden producir cambios importantes en quien la afronta con decisión. El sufrimiento propio pide cambios mentales, ya que la mayoría de ellos son el producto de una mente excesivamente centrada en los bienes materiales. La consideración social (buena reputación), el apego a los bienes materiales (ambición económica) y los pactos con el diablo (acedia, divisiones, tibieza espiritual) suelen ser la causa última de nuestros sufrimientos. Tomar conciencia de esos sufrimientos inútiles y gratuitos nos ayuda a hacer cambios en nuestra vida.


Conclusión

Tomar la cruz, o sea, vivir la compasión y trabajar por erradicar el sufrimiento, no deberíamos considerarlo como un sacrificio personal sino más bien como un medio hábil para crecer y madurar en el camino. No queremos ni buscamos sufrir para ganar algún tipo de mérito. El sufrimiento en sí mismo no es santo, no es sagrado, ni puro ni bueno. Sólo la sabiduría o inteligencia espiritual lo puede encarar y encauzarlo correctamente en beneficio propio y para bien del prójimo.

"El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me. siga", dice Jesús. (Mt 17,24). Es importante tener una percepción del sufrimiento como un reto espiritual insoslayable. Si es de difícil o imposible solución, si no podemos incidir sobre las causas del sufrimiento para erradicarlo, evitemos huir y escapar de la situación dándole la espalda. Abraza la cruz; Dios no te abandona en ella. Lo correcto es seguir trabajando esa dificultad, ese problema, esa adversidad, de manera que nos fortalezca a nosotros y, si podemos, a los demás. A la oscuridad de la noche siempre le sigue la aurora; sólo hay que poner esperanza.

Concluimos el tema con un aforismo un tanto equívoco: “Aunque las personas puedan tolerar solo un poco de felicidad, sí pueden soportar mucha adversidad”. Parece que lo correcto es al revés, lo más lógico es que las personas pueden aguantar un poquito de adversidad y toda la felicidad que se les eches. Sin embargo, en el contexto del tema que estamos trabajando es al revés. Si la frase la aplicamos al desarrollo espiritual podemos entender que un poquito de felicidad tiene mucha probabilidad de distraer a las personas de la práctica de la meditación; sin embargo, la adversidad tiene menos probabilidad de distraer, maravillar, encantar o extasiar la mente.

Las personas inmaduras, infantiles en su desarrollo personal, evitan a toda costa la dificultad. Les da miedo la cruz. Quienes maduran un poco no sólo la toleran sino que la aprovechan como combustible para crecer, aprender, transformar y madurar. Y quienes han logrado una madurez encomiable invitan a meterse y a afrontar las situaciones más adversas y difíciles.

Nuestro avance espiritual se ralentiza porque no reconocemos y rechazamos las oportunidades de dar un paso más adelante. Si queremos avanzar sin límites hemos de procurar salir del banquito, del cojín y de la salita de oración; ir más allá del paseo meditativo donde ves el sol radiante, el arco iris o una mariposa que te inspira ternura y cuidados. La práctica de la compasión va a exigir de ti que te entrenes en sobrellevar con paciencia cada momento y cada situación, especialmente cuando hay personas que te dan un codazo, te ponen la zancadilla o te pegan donde más te duele. En estos momentos adversos, devenidos cruz para el entender de los cristianos, es donde se debe practicar la paciencia, la tolerancia, la bondad, la compasión, el perdón y la misericordia.

Octubre 2024
Casto Acedo